Dédalo y los drones

Por mitos como el de Dédalo, el famoso constructor del laberinto –o sea, el ingeniero– o el de Pandora, la trágica curiosa –o sea, la investigadora– sabemos que ya los griegos de la Antigüedad se preocupaban por los límites de la ciencia y por las fronteras entre el ser humano y la máquina, fronteras que, por sus actuales desarrollos, la inteligencia artificial parece a veces capaz ya de cruzar.

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La posibilidad de jugar a Dios es tan deseada como temida; de ello dan cuenta otros mitos, no solo en el mundo griego; así, el que recoge la leyenda medieval centroeuropea, de origen talmúdico, del Gólem. Aunque la primera oveja genéticamente modificada por clonación en 1997, Dolly, se adivina más claramente en ciertas vasijas, una vez más, griegas, del año 500 antes de nuestra era, aproximadamente, pintadas con escenas de la hechicera y sacerdotisa de Hécate Medea revolviendo su caldero, del que salen una oveja, un carnero y un cordero.

Es inevitable que la duplicación de la vida resucite ancestrales terrores. Y despierte, además, otras inquietudes, como las que refleja el mito del Doppelgänger –para usar este término caro al gran aforismógrafo Jean Paul Richter–, mito que no solo es expresión de miedo, sino también de deseo, del deseo universal de ser irrepetibles y únicos.

El misterio de las arcaicas fantasías sobre la ciencia y sus poderes ambivalentes se agudiza en nuestra era por esos mismos avances que, a la vez, siempre fascinan. Mucho antes de que Gari Kaspárov perdiera en 1997 la partida contra la computadora Deep Blue, los autómatas habían maravillado a los hombres, al menos desde que, hacia el año 400 aC, el astrónomo, estratega militar y matemático Arquitas de Tarento, a quien se atribuye, entre otras cosas, la invención del tornillo y la polea –y cuya muerte Horacio recuerda en sus Odas–, llenara de asombro a la Magna Grecia con sus aves propulsadas a vapor y sus máquinas movidas por sistemas hidráulicos y neumáticos. Pero tal vez el autómata más antiguo fuera aquella estatua de Osiris cuyos ojos, conforme al conocido relato clásico, arrojaban fuego; y el primer historiador sistemático del tema puede que fuera Herón de Alejandría, en el siglo I de nuestra era.

Del gran pensador del siglo XIII Alberto Magno se dice que tenía a su servicio un autómata de hierro inventado y fabricado por él mismo –un rumor a la altura de su genio–, tal como a su contemporáneo, el erudito astrónomo e inventor Al Jazarí, se atribuye la creación, también, de un servidor semejante.

Bastante tiempo después, ya en el Renacimiento, consta en los planos de los artilugios por él escritos e ilustrados que Leonardo diseñó un androide y un león mecánico.

Ya en el siglo XVIII, el brillante –y muy bromista– relojero Jacques de Vaucanson se hizo célebre con su Flautista y su Tamborilero antes de causar escándalo, indignación y censura con su Pato con aparato digestivo.

Será ese, el de las luces, el siglo, también, de los autómatas; el suizo Pierre Jaquet-Droz, el alemán Friedrich von Knauss, el francés Jean Eugène Robert-Houdin, el húngaro Wolfgang Ritter von Kempelen los harán escritores, jugadores de ajedrez, dibujantes, pianistas... figuras encantadas en las que ya se atisba el Romanticismo, seres mecánicos lo más sospechosos posible de esconder un alma.

Y sobre los autómatas y el enigma de su hipotética, incognoscible, secreta, imposible subjetividad escribirán Hoffmann, Capek, Verne, Poe...

El siglo XX llevará al cine y los diversos productos de la cultura de masas las fantasías de estos autores sobre la inteligencia artificial y las de los que se van sumando a ellos: Brian Aldiss, Ray Bradbury, Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Thea von Harbou y tantos más; y hoy el siglo XXI se encarga de hacerlas realidad finalmente a velocidad de dron.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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