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El Teatro del Hotel Guaraní se encontraba casi lleno de un público expectante ante la llamativa propuesta que proponía la Orquesta Sinfónica Nacional, encargada de traer esta propuesta al país, el pasado viernes.
Frente al telón cerrado tres sillas aguardaban la presencia de Naoyuki Manabe, Yoshie Kunimoto y Tatsuya Iwasaki, quienes interpretarían músicas del Gagaku, un milenario estilo japonés.
Su solemne ingreso se dio al tiempo de largos aplausos que el público les ofreció. En esta parte el trío hizo obras representativas del Gagaku.
Gracias a los instrumentos de viento realmente asombrosos, como (sobre todo) el sho, la flauta hichiriki y flautas japonesas, los músicos crearon una experiencia inmersiva y sensorial de alta calidad, pues los sonidos al intervenir por separado o ensamblados generaban un efecto de magnetismo, casi hipnótico.
Además, la forma de presentarse del trío, desde los trajes tradicionales hasta sus posturas y actitudes serenas pero no menos profundas, generaron una performance única e inolvidable.
Con las melodías, los músicos creaban paisajes sonoros de texturas sublimes. Incluso el canto se hizo presente en un tramo, haciendo de esta una propuesta especial para imaginarnos cómo habrá sido presenciar un evento musical en una corte imperial japonesa. Sus interpretaciones fueron sencillamente exquisitas.
Luego fue el turno de la OSN que, siempre en el marco de una noche japonesa pero dando un salto en la línea de tiempo, hizo el Tríptico para Orquesta de Cuerdas (1953), de Yasushi Akutagawa, bajo la acertada dirección de Willian Aguayo. La obra sonó cargada de belleza y sensibilidad, de manos de una orquesta realmente inspirada. Las cuerdas cobraron mucho cuerpo y calaron hondo, haciendo trascender la composición.
El concierto tuvo un cierre magnífico con el Réquiem III para sho y orquesta de cuerdas (2016), de Manabe, y donde él mismo fue el solista. La obra explota las sonoridades del sho y las lleva hacia un territorio bien moderno. Esto se sumó a la expresividad de las cuerdas que fueron percutidas y frotadas, en tiempos contrastantes. Ello fue un desafío que los intérpretes cumplieron con suma entrega.
La pieza era como un pulso que descendía y ascendía, en estado de exaltación. Su carácter era onírico por momentos, y por otros ofrecía aires de suspenso. Realmente de película. Manabe y la orquesta lograron una interpretación explosiva, con la guía vivaz de Aguayo.
Esta clase de conciertos definitivamente enriquecen al público por mostrar en una sola noche: la grandeza de músicas del pasado que no solemos escuchar, y cómo las paletas sonoras de instrumentos bien antiguos pueden crear maravillosa música de nuestro presente.
¿Para cuándo la buena educación?
Al asistir a un recital de estas características en un teatro, el silencio y el buen comportamiento deben imperar desde la primera hasta la última fila, para que de esa manera la música llegue con la misma fuerza y sin interrupciones a todos los rincones del lugar.
Esta vez, nuevamente, pude notar como sigue costando que la gente (no toda, obviamente) respete el concierto que se está desarrollando, el cual requiere de un silencio muy necesario.
Una vez más, hubo gente que llega tarde, lo que hace inevitable que se escuche el ruido de las puertas que se abren y se cierran, y que dejan entrar la luz del hall al teatro.
Una vez más hubo gente que se levantaba (en pleno concierto) sin atajar su butaca para que no choque contra el respaldo y su ruido distraiga.
Una vez más sonaron los celulares o se veían los flashes de las cámaras. Y un tema siempre discutido: siguen llevando niños pequeños al concierto, cuyos gritos o llantos distraen.
Es urgente que la buena educación se contagie, adecuándose a las necesidades de esta clase de conciertos para un total disfrute.
victoria.martinez@abc.com.py