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En 1793, ya con el grado de teniente coronel, Napoleón Bonaparte decidió pasarse a las filas de los revolucionarios más radicales. Lo hizo en la mismísima Córcega, su isla natal, a donde le habían destinado con el objetivo de que reprimiera a cañonazos a los jacobinos, por un lado, y a los nacionalistas de Paoli, por el otro.
Y es que los desórdenes que se extendieron por toda Francia habían adquirido un carácter extraordinario. Un carácter tanto de guerra como de revolución, pues aquello era ya una revolución plena, tras cinco años de constantes sublevaciones sangrientas por parte del pueblo francés, que ahora explotaba, después de siglos de haber sido ninguneado, engañado y despreciado por las fuerzas vivas, por la aristocracia, por el clero, por los funcionarios públicos, por la monarquía y hasta por el rey. Bonaparte ya se había dado cuenta de que en el período que estaba viviendo se estaba haciendo historia.
Que saldría de todo ello un nuevo orden, liberal y republicano y que la monarquía en Francia tardaría mucho en ser restaurada, si es que por ventura alguna vez pudiera serlo.