La foto que nunca existió

Santiago AparicioMálaga, 19 nov (EFE).- En una época donde perdura la presión, en una profesión donde la exigencia es lo primero, donde el individuo está sometido y aparentemente forzado a las demandas de la opinión pública, parece difícil el control permanente de las emociones y el dominio de la compostura. Los desahogos excesivos, los arranques de ira y el desorden emocional están a la orden del día. En algún momento, alguna vez, brotes puntuales y esporádicos de furia, en cualquier deporte, suponen un alivio anímico.

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Los más grandes, casi sin excepción, han dejado ver en alguna ocasión dar una patada al aire, desplazar con violencia un balón. Eso, sin contar los instantes en los que la irritación se estrella con un adversario, especialmente en los deportes de equipo. Han plasmado su condición de humanos. Un desliz, un borrón.

Porque esos comportamientos, naturales, innatos en la conducta individual, suelen estar asociados con cierta pérdida de la estabilidad emocional. Posiblemente nada que mejore el rendimiento. Un consuelo efímero que quita más que da, que marca, por vulgar y que llama la atención de la opinión pública. A menudo pasajero, en muchos de los deportistas. En otros, una actitud. Poco o mucho, especialmente en el deporte individual, en el tenis, han sido alguna vez señalados por un manchón.

Roger Federer, especialmente en sus inicios, Novak Djokovic, más habitual, Nick Kyrgios, frecuente, como parte del show, legendario en John McEnroe, puntual, Carlos Alcaraz el pasado verano, en la gira estadounidense…

Es Rafael Nadal la excepción que confirma la regla. La imagen en la que impacta su raqueta contra el suelo, o la tira a su silla en cualquier intercambio… no existe, jamás existió.

Ahora, en su retirada, en medio de elogios, loas y alabanzas por su carrera deportiva, por sus éxitos, por sus triunfos y por su personalidad, sobresale también la educación y el talante que siempre ha mostrado en una cancha, donde jamás, a lo largo de más de dos décadas, se le ha visto superado por una situación, por la frustración.

“Mi familia no me hubiera permitido romper una raqueta. Para mí, romper una raqueta significaría no haber tenido el control de mis emociones”, ha explicado el ganador de veintidós Grand slam que deja su profesión sin borrones en la pista, sin gesto alguno de antideportividad.

Porque Nadal, además de los logros que le han situado entre los mejores deportistas de la historia, ha sido capaz de abrillantar su destreza con la raqueta con un comportamiento intachable y unos valores que ha conservado y proyectado a lo largo de su vida. Dentro del campo de competición y también fuera. Rafael Nadal ha sabido ganar. Ha sabido perder. Ha respetado al rival. Representa el balear el espíritu de lucha, la ambición, pero también la humildad y la normalidad con la que ha recorrido su camino. Sin estridencias, sin sobresaltos, con naturalidad. Una forma de vida.

“Al comenzar a trabajar con él le dije que tenía que respetar una norma. Si tiras tu raqueta y la rompes no seré más tu entrenador.. Hay millones de niños en el mundo que no tienen raquetas orque no pueden pagarlas. Eso es lo que le dije a Rafa cuando tenía 6 años y nunca le he visto lanzar una”, apuntó en su día Toni Nadal, su tío y entrenador durante gran parte de su carrera.

La foto en la que Nadal estrella una y otra vez su raqueta en algún sitio no existe.

Sobresaliente en la preparación ha sido capaz de sobreponerse a los contratiempos físicos que una y otra vez le han perseguido. La dureza mental, el autocontrol ha hecho frente al reto muscular. Persistencia, prudencia, trabajo, respeto, valores. Una cuestión de educación.

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