Ataviado con una camiseta color púrpura y bandana verde. Pantalón blanco. Rafa subió a la red y culminó el punto con una volea a la que el ruso Daniil Medvedev no pudo llegar. Sonrió el balear que tiró la raqueta y cubrió su rostro, su sonrisa, con las dos manos. Brazos en jarra mientras movía su cabeza a uno y otro lado. Incrédulo. Como su palco, presa de la euforia, desatada, feliz y desahogada después de una lucha imposible de casi cinco horas y media y todos los sets posibles para jugar hasta sellar una remontada épica, impensable, sobrehumana.
Se quitó la bandana el balear y fue a la red. Estrechó la mano de Medvedev, que se rindió a la proeza de su rival, y la del juez de silla. Después, tiró otra vez la raqueta a su silla, miró a su box y caminó hacia el medio de la pista. Soltó el puño, una y otra vez, exultante. Feliz. Los brazos al aire. De rodillas, mirada al cielo.
Un extasis más que justificado. El balear que ahora emprende su retirada, firmó uno de los partidos más memorables de sus dos décadas de recorrido. Una remontada épica. Sin parangón. A los 36 años. Que le proporcionó el Grand Slam número 21 de su carrera. Más que Roger Federer y, en ese momento, más que Novak Djokovic también.
Destrozó otra vez previsiones y hundió a la mayoría de las apuestas. No se puede poner uno al otro lado del balear. Siempre vuelve.
Numerosos partidos marcan la carrera del mejor deportista español de todos los tiempos, de uno de los más grandes de la historia en general. Momentos y duelos como el de su debut en Copa Davis, hace poco más de dos décadas, cualquier final de Roland Garros, la final de su primer Wimbledon contra Roger Federer, considerado como el mejor partido de la historia, la final olímpica de Pekín 2008 contra el chileno Fernando González, o el Abierto de Estados Unidos contra el propio Medvedev, donde resucitó después de tener dos sets a favor que el ruso equilibró.
Pero nada comparable a la sensación de recuperar el dominio en un Grand Slam de la forma que lo hizo en Melburne, ese 30 de enero del 2022.
“Es el título más inesperado de mi carrera y de los más emocionantes por todo lo que he vidido en los últimos meses”, reconoció Nadal. “No voy a decir si es una de las mayores gestas del deporte, eso no me toca analizarlo a mí, pero sí que soy consciente de la dificultad que ha tenido el proceso. Estaba tan destrozado que no podía ni celebrar”.
Convertido aquél día, con 35 años y 241 días, en el cuarto jugador de más edad en ganar el Abierto de Australia después de Ken Rosewall, Mal Anderson y Roger Federer, celebró un triunfo que se cerró con 2-6, 6-7, 6-4, 6-4 y 7-5 después de cinco horas y 24 minutos.
Fue épico. El español perdía por 6-2, 7-6, 3-2 y 0-40, con su saque en contra. Estaba en la lona, aparentemente resignado a su suerte.
Esta vez parece que no… pero otra vez, sí.. como tantas y tantas veces. Una remontada épica, legendaria, que refleja el talante del mallorquín en la pista y resume a la perfección lo que ha sido una carrera difícil de superar. Cargada de contratiempos, de supervivencia, de éxitos a pesar de todo. De ambición, de competitividad, de fe, de no darse por perdido, de lucha hasta el final. De caer y levantarse.. de resucitar.
Porque Nadal fue todo eso. Irreductible. Rebelde ante la adversidad, respondón ante el dolor. El balear llegó al primer Grand Slam de la temporada tras cinco meses sin pisar una pista para competir y con las secuelas del covid aún en su cuerpo.
Entonces ya se especulaba con la posible retirada. Las dolencias rodeaban más y más a Nadal que ese mismo año ganó, meses después, Roland Garros, su éxito grande número veintidós. El último. Fue impensable aquél año en el que demostró otro renacer y seguir dispuesto para la pelea, para la vigencia y la competitividad.
Meses después cerró el año y ya, a partir de entonces nada fue igual. La pesadilla del 2023 y un intento tras otro de vuelta en el 2024, el del final. EFE/asc
apa