“Sin ellos, no podríamos llevar a cabo nuestros proyectos”, confía sin rodeos Cornelia Buchholz, especialista en biología marina de la misión en Ny-Alesund, en la isla de Spitsbergen, en el corazón del Ártico noruego. Esta localidad, ocupada por mineros hasta comienzos de los años 60, se dedica ahora por completo a la ciencia. Entre mediados de abril y finales de agosto, cuando reina el sol de medianoche, decenas de investigadores trabajan aquí.
Ny-Alesund, que cuenta con instalaciones excepcionales a pesar de su extrema latitud (a 1.000 kilómetros del polo Norte), es un privilegiado enclave de observación del cambio climático, más acusado que en el resto de la zona ártica. Bajo sus aguas, el calentamiento se traduce por la aparición de nuevas especies de kril (un tipo de crustáceo) y de peces, como el bacalao del Atlántico o la caballa. “Los científicos nos dan una especie de ’lista de la compra’”, explica a la AFP Max Schwanitz, un buceador de 52 años que trabaja desde 1994 para la estación de investigación franco-alemana. “Nos indican, por ejemplo, el tipo, el tamaño y la cantidad de algas que quieren y a qué profundidad”.
A finales de julio, el agua estaba a entre 3ºC y 7ºC en la superficie del fiordo, pero el buceador ha llegado a sumergirse a temperaturas de menos 2ºC. “El agua salada se congela con menos facilidad que el agua dulce, alrededor de los 2,6ºC aquí”, recuerda. La inmersión bajo una capa de hielo en la superficie es poco común en este punto. Junto a él, dos estudiantes, Mauritz Halbach, de 24 años, y Anke Bender, de 29 años, forman el único equipo de buceo presente durante todo este verano en Ny-Alesund.
“Evidentemente, la temperatura es el lado extremo de las inmersiones aquí”, explica Mauritz, estudiante en Oldemburgo (Alemania). Pero, “cuando la visibilidad es muy mala o las corrientes muy fuertes, las inmersiones también pueden ser extremas”, añade modestamente.
A pesar de los guantes adaptados, “las manos siempre son problemáticas, ya que es la parte del cuerpo más sensible al frío”, explica el estudiante alemán. “Permanecemos normalmente de 30 a 45 minutos dentro del agua. Podemos estar hasta una hora y media, pero entonces tenemos verdaderamente frío en las manos”, precisa Max Schwanitz.
Además de la incomodidad, esto también puede dificultar el trabajo de precisión requerido en ocasiones para fijar en las profundidades instrumentos de medición permanentes (temperatura, luminosidad, cámaras fotográficas, etc.), otra de las necesidades de los científicos junto a la recogida de muestras.
Para el resto del cuerpo, el traje de neopreno de 7 milímetros de espesor representa una buena muralla contra el frío. “También vestimos ropa interior caliente, como cuando se esquía”, precisa Anke Bender, doctoranda en biología marina en Rostock (Alemania). Además del frío, la seguridad es otra de las principales preocupaciones de los submarinistas. Cuando uno de ellos se mete en el agua, “otro está equipado y listo para sumergirse en caso de problemas y el último se encuentra al mando del barco”, precisa Schwanitz.
En 2005, la instalación en la base de una cámara de descompresión, indispensable en caso de accidente grave durante una inmersión, ha facilitado todo el procedimiento. Anteriormente, cada mañana debían comprobar si las condiciones meteorológicas permitirían el aterrizaje de un avión procedente de Longyerabyen, la principal ciudad de Spitsbergen, para llevar a los submarinistas en caso de accidente al norte de la Noruega continental, dotada con este equipamiento. En total, casi cuatro horas de trayecto.
“Nos sumergimos en general hasta los 18 o 20 metros, la mayoría de investigaciones aquí se realizan a esta profundidad. Son inmersiones seguras”, relativiza Schwanitz, mientras muestra la blanca cámara hiperbárica que, por el momento, sólo se ha utilizado en ejercicios.