En el puerto de Bridgetown, capital de la isla de Barbados, no saben muy bien por qué las capturas de pez volador, una de las especies más relevantes en la pesca antillana, están disminuyendo.
“No puedo decir a lo que se debe o si hay factores externos, pero ciertamente en mis más de 30 años de profesión he visto una reducción en la industria pesquera”, indica a EFE Vernal Nicholls, presidenta de la Red caribeña de asociaciones de pescadores.
Su percepción casa con los cálculos de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que coloca al océano Atlántico centro-occidental, donde se ubica el Caribe, entre las cinco áreas pesqueras con más sobreexplotación.
Allí, la pesca ilegal, sin declarar y sin reglamentar, representa entre el 20% y el 30% de las capturas, por valor de hasta US$ 750 millones al año.
Mientras la producción anual decrece, de los 2,5 millones de toneladas de la década de 1980 a los 1,3 millones de los últimos años, el 44% de las poblaciones de peces están en una situación insostenible.
Aunque a los pescadores barbadenses no les guste hablar mucho de sus dificultades, solo hay que ver los menguantes volúmenes de pescado en el mercado del puerto para darse cuenta de que algo no va bien, según Nicholls.
“Son individualistas, suelen hacer las cosas por sí solos. Puede que hayan tenido antes problemas con las organizaciones, pero es importante estar organizados para lograr cosas”, apunta la también presidenta de la Unión de Barbados de asociaciones de pescadores, con unos cien inscritos de los más de 6.000 que hay en la isla.
Su compañera Lisa Oliver, procesadora y marinera, reclama una mejora en sus duras condiciones de trabajo dentro de un sistema que se base en “la calidad más que en la cantidad”.
El fortalecimiento de las organizaciones sociales es visto como una forma de alzar su voz para defender sus derechos, así como de fomentar el respeto de las reglas y el mantenimiento de los recursos.
El experto de la FAO Carlos Fuentevilla asegura que existe una “carrera entre todos para ver quién puede pescar”, a lo que se suman muchas flotas asiáticas y europeas que extraen de modo intensivo en alta mar en esa región poco productiva.
“Al no haber cooperación efectiva entre los países para gestionar los recursos compartidos en la región se ha llegado a ese punto de sobrepesca en la mayoría de las especies”, destaca.
Fuera de las de atún, reguladas por una comisión propia con poder de decisión, no existe un mecanismo vinculante que permita la gestión compartida de las especies críticas para la seguridad alimentaria, según Fuentevilla.
La Comisión de pesca del Atlántico centro-occidental (COPACO) actualmente emite soluciones no vinculantes, por lo que la FAO y los miembros de la Comisión trabajan para que haya un órgano cuyas decisiones sí se deban cumplir.
Entre los países de la Comunidad del Caribe (Caricom) funciona desde 2002 el Mecanismo regional para las pesquerías de ese mar (CRFM), también consultivo. “Nuestras decisiones pueden ser vinculantes si los países quieren que lo sean, al final de ellos depende la responsabilidad para implementarlas”, reivindica su director ejecutivo, Milton Houghton.
Los gobiernos caribeños van así compartiendo experiencias y cooperando en tareas como, por ejemplo, las evaluaciones sobre el estado de las especies. Houghton asegura que en el complejo descenso de las capturas influyen muchos factores, desde el cambio climático hasta la sobrepesca o la actividad de barcos de Estados Unidos, Venezuela o México.
Florence Phillips, especialista del Instituto de Recursos Naturales del Caribe (CANARI), aboga por que las pesquerías sigan un “enfoque de ecosistema”, ya que muchos recursos son transfronterizos y los hábitats están degradados, incluyendo arrecifes de coral, manglares, fondos marinos y costas.
Coincide en que las comunidades pesqueras deben participar en la gestión compartida de los recursos, para lo que resulta prioritario mejorar sus capacidades.