Estos “nanosatélites , como ya se los denomina, formarán parte de la realidad espacial en las próximas décadas, aunque por el momento se encuentran en fase experimental más que otra cosa porque su rentabilidad y funcionalidad están por demostrarse.
“Por ahora suelen ser para universidades o tener un propósito educativo”, dice Ofer Doron, presidente ejecutivo de la división espacial de la Industrias Aeronáuticas Israelíes (IAI), durante una visita para periodistas a la bien custodiada instalación MBT Space en la ciudad de Yehud, al este de Tel Aviv.
En una sala donde se están fabricando cuatro satélites de tamaño mediano, dos de ellos de exportación, y junto al corazón de uno de esos diminutos exploradores, Dorón explica que en estos momentos la investigación se encamina hacia este “nuevo campo de trabajo”.
“Vamos a aplicaciones más serias de los nanosatélites y este va a ser uno de ellos”, indica sobre el que tiene a su lado, que tendrá apenas cuarenta centímetros y girará en torno a la tierra a un órbita de unos cientos de kilómetros, a diferencia de los más grandes que se encuentran a decenas de miles.
Este nuevo campo viene alentado por el interés de consorcios e inversores privados que tratan de analizar su rentabilidad para todo tipo de fines, aunque por ahora “la cosa no es fácil”.
Punta de la tecnología aeronáutica mundial desde su fundación hace más de 60 años, las IAI entraron en el carrera espacial con el lanzamiento de su primer satélite a finales de los año ochenta, el Ofek 1, un satélite estéril “con la única intención de demostrar de que podíamos poner algo en órbita”, afirmó el director del consorcio Yosi Weiss.
En 1995 puso en órbita su primer satélite operativo, el Ofek 3, un satélite espía, al que siguió en 2000 el Eros A, uno de los primeros del mundo de uso corporativo.
En total las IAI han puesto en órbita hasta ahora catorce satélites, convirtiéndose en uno de los ocho países del mundo capaces de realizar todo el trabajo de fabricar, lanzar y operarlos desde tierra.
Los de uso civil, que necesitan una gran altitud para cubrir grandes partes del planeta, suele lanzarlos al espacio a través de proveedores extranjeros, mientras que los militares quedan en órbitas mucho más bajas (giran en torno al planeta cada 90 minutos) y, por tanto, se pueden lanzar gracias a un cohete lanzado desde Israel.
Más allá de la inmensa disparidad en el precio, la gran diferencia entre un satélite normal y un nanosatélite es que por su tamaño estos últimos apenas llevan combustible -si es que lo llevan-, y por tanto no se puede elegir órbita sino que se lanzan hacia un lugar y quedan ahí para su misión.
Mientras avanza en la nanotecnología, las IAI continúan su apuesta por los satélites de pequeño tamaño, un campo que desarrolló en función de sus necesidades de espionaje en los países vecinos de Oriente Medio.
“Israel se especializa en satélites de observación de alta precisión, de bajo peso y gran versatilidad, es decir la posibilidad de ofrecer información de muchos lugares de forma precisa, a un precio razonable”, agrega Dorón.
Debido a sus limitaciones en comparación con las grandes potencias espaciales, este consorcio invierte sobre todo en el diseño y testing de sus satélites, sometiendo sus dispositivos a lo que el ejecutivo define como “la sala de tortura”.
Se trata de seis cámaras en los que son sometidos a intensos cambios de temperatura y otras condiciones adversas que soportarán en el espacio, dado que a órbitas tan bajas sufren cambios extremos casi cada hora, pasando de un cero absoluto cuando no ven el sol, a cientos de grados cuando quedan expuestos a sus rayos.