Baikonur, el trampolín espacial más viejo del mundo

BAIKONUR. Perdido en la estepa kazaja, aislado y a 2.500 kilómetros de Moscú, el cosmódromo de Baikonur es un mastodonte tecnológico instalado en un lugar inhóspito, con aroma a reminiscencia soviética y futuro incierto.

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Es el centro de lanzamiento espacial más grande y más antiguo del mundo (1955), está en territorio kazajo y tiene bandera rusa. Desde ese enclave partieron en su día el Sputnik, la perrita Laika y los primeros seres humanos en abandonar la Tierra.

Pero entrado el siglo XXI, su futuro no está claro, pues la agencia espacial rusa, Roscosmos, tendrá que apañárselas con 22.500 millones de dólares durante la próxima década, la mitad de la dotación esperada. Además, el desarrollo la nueva base siberiana de Vostochny, en territorio ruso y junto a la frontera con China, amenaza su continuidad.

Vostochny se está levantando sobre el esqueleto de la antigua plataforma de lanzamiento de misiles balísticos Svobodni, uno de los cuatro centros espaciales rusos conocidos junto con las bases de Plesetsk y de Kapustin Yar, ambas principalmente dedicadas a usos militares. El nuevo complejo, en construcción desde 2012 con un presupuesto de unos 2.900 millones de euros, ahorraría a Rusia los 115 millones de dólares anuales que paga a Kazajistán por el alquiler del territorio de la base hasta 2050.

Vostochny, con un primer lanzamiento programado para el próximo abril y una cartera de 31 pedidos hasta 2019, reduciría, además, la dependencia de Moscú en una base ubicada en suelo extranjero. Pero tras varios retrasos y sobrecostes, hasta que el proyecto vea la luz -y quizá después- el cosmódromo de Baikonur seguirá siendo el faro del espacio en Rusia y el principal centro de operaciones de la Estación Espacial Internacional.

En el polígono espacial planea una cierta atmósfera de guerra fría, que adereza el diseño sobrio y anacrónico de un centro de ingeniería que fue uno de los lugares más secretos de la Tierra. Es austero y funcional, y consiste en 57 kilómetros cuadrados de construcciones de cemento, antenas gigantes, torres de control, edificios modulares, alambradas, dos aeropuertos, 500 kilómetros de vías férreas, 8 plataformas de lanzamiento y una temperatura exterior que oscila entre los 50 y los -15 grados centígrados.

Se encuentra a cuatro kilómetros de un municipio homónimo de 72.000 habitantes -la mitad que en tiempos soviéticos- donde todavía resiste una nostálgica estatua de Lenin y decenas de monumentos dedicados a la carrera espacial. Baikonur se construyó en 1955 y fue un baluarte del potente desarrollo espacial entre los años cincuenta y ochenta del pasado siglo, cuando Washington y Moscú pugnaban por la supremacía cósmica.

El cosmódromo, que desde la caída de la URSS en 1991 se dedica a lanzar misiones científicas, tripuladas y comerciales, es un gran desconocido para el gran público, más allá de ciertas referencias en la cultura popular a través de videojuegos como Call of Duty: Black Ops o series como The Big Bang Theory. Y, sin embargo, la vieja base es una piedra angular de la exploración espacial: el 12 de abril de 1961 Baikonur convirtió a Yuri Gagarin en el primer ser humano en salir al espacio. 

Una gesta de 108 minutos a bordo de una nave Vostok en una época en la que adelantar y sorprender a Estados Unidos era tan importante que la madre de Gagarin se enteró de que su hijo había viajado al espacio por la radio. Convertido en la primera gran estrella internacional del comunismo, Gagarin tuvo problemas para gestionar su fama y fue marginado tras la caída del poder de Nikita Jrushchov en beneficio de Leonidas Brezbev. El cosmonauta falleció a los 34 años, en un extraño accidente cuando pilotaba un caza Mig en 1968.

Su cara aparece en sellos, tazas, relojes y camisetas. Su icónica imagen con el casco blanco ha llegado a fundas para teléfonos móviles y baberos para bebés. Su efigie corona un futurista obelisco moscovita de 40 metros de altura forjado en titanio. Baikonur, donde la “rampa de Gagarin” aún le rinde tributo, se arriesga quedar desbancado por Vostochny y a sufrir un desenlace similar al del héroe espacial, convirtiéndose en una olvidada escombrera tecnológica a merced de la nostalgia.

“No tenemos miedo. Sabemos que algún día esto desaparecerá, pero no sabemos cuándo”, explica a EFE subdirectora del museo de la ciudad de Baikonur, Galina Milkhova. Ese momento aún no ha llegado y desde sus instalaciones acaba de partir la misión ruso-europea ExoMars, que intentará averiguar si el planeta rojo pudo albergar vida y preparar futuras misiones a Marte. Como no está escrito que Baikonur esté forzosamente abocada a la extinción, quizá desde la estepa kazaja despegue la nave que coloque por primera vez a un hombre en Marte. O a una mujer.

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