Imogen Napper científica marina creció en Clifton, una ciudad cerca de la costa donde, precisa, “el agua del mar no es azul, es marrón; no hace sol, sino que llueve; y la comida es pescado con patatas fritas. Pero me encantó, siempre pude explorar en las rocas y eso me dio esta gran pasión por el océano que me ha empujado hacia adelante”.
La acumulación de plástico que Napper se encontraba en ese entorno que de pequeña veneraba la llevó a preguntarse de dónde venía toda aquella contaminación marina y cómo podía frenarla, señala en una entrevista a EFE en Mónaco, donde la investigadora, que es también “exploradora” de National Geographic, participa en un programa de liderazgo climático y ambiental organizado por la Fundación Príncipe Alberto II de Mónaco.
“Así que transformé mi curiosidad en investigación”, prosigue Napper. El resultado de sus horas de encierro en los laboratorios de la Universidad de Plymouth, ligado a una fuerte comunicación en redes sociales basada en sus estudios, se tradujo en que en 2016 el gobierno de Reino Unido anunciara la prohibición del uso de micropartículas en los exfoliantes faciales, una medida pionera que en ese momento habían propuesto pocos países (entre ellos, Estados Unidos).
“Nadie sabía cuántas micropartículas podía haber en esos botes de exfoliante facial. Nosotros lo investigamos y descubrimos que un solo frasco podía contener hasta tres millones, lo que equivaldría a miles en el cuadrado de una mano que podrían irse por el desagüe y, a través de los sistemas de tratamiento de aguas residuales, llegar potencialmente a nuestros océanos”, explica.
“Creo que debí de parecer una loca porque iba a los supermercados y tiendas de todo Reino Unido y compraba unos 20 exfoliantes faciales allá donde iba. La gente quizá pensaba que yo sólo quería estar muy limpia pero en realidad los estaba examinando en el laboratorio”, comparte divertida, en una charla con periodistas en el Principado.
El mérito que se le atribuye a Napper y a su equipo no consiste sólo en haber hallado esos resultados, sino en su capacidad de acercar las pruebas científicas a la población de Reino Unido y alcanzar incluso los debates parlamentarios.
Si los científicos, acostumbrados a veces a un lenguaje muy técnico, se suelen encontrar con una barrera al comunicar la importancia de sus investigaciones al público general, ser tan joven como Napper -en ese punto, 24 años- no fue precisamente una ventaja, pero se hizo con la credibilidad de los consumidores, la industria y el Gobierno tras pasar meses, e incluso años, analizando esos plásticos “sólo para ser tomada en serio”.
¿Por qué, entre todos los estudios científicos que se publican, y entre los comunicados que lanzan a diario las organizaciones ecologistas, los hallazgos de esta investigadora tuvieron tal impacto en la política nacional? Para Napper, la clave está en “hacer que estos asuntos resulten cercanos” a la gente.
“Todos nos lavamos la cara, y quizá todos compremos cosméticos”, así que dejar de usar productos que liberen plásticos hacia los océanos es para esta investigadora y activista “un cambio muy sencillo que se puede hacer en el día a día –optar por una alternativa natural, que tiene el mismo precio o es incluso es más barata en la mayoría de los casos– y con el que se puede evitar que cientos de miles de micropartículas se vayan por el desagüe cada semana”.
Más tarde, Napper decidió esclarecer cómo de sostenibles eran en realidad las bolsas de plástico que se anunciaban como biodegradables y averiguar también cuánto tardaban en desintegrarse. En 2019 demostró que esas bolsas podían seguir soportando el peso de toda una compra de supermercado tras llevar hasta tres años bajo tierra.
Con este asunto, se encontró mayores problemas para convencer a la industria, pues “no es un cambio tan rápido y fácil” como el de evitar las micropartículas en los exfoliantes, sostiene Napper, ya que “las empresas está intentando generar dinero con estas bolsas biodegradables” que en realidad, según comprobó su estudio, “no lo son”.
“En la investigación nombramos a las empresas por una cuestión de transparencia, pero no lo hicimos en la prensa; y aún así nos enfrentamos a dos grandes demandas contra nosotros por esa investigación”, cuenta la investigadora, que tuvo que prorrogar su doctorado seis meses más por estos encontronazos con las compañías.
Actualmente, la especialista centra sus estudios en la contaminación de la órbita terrestre, a fin de evitar que se repitan “los mismos errores que hemos cometido con los océanos”, convertidos durante décadas en los vertederos de la humanidad.