Cuando una mascota se va...

Una mascota es un pariente más, es familia. En mi caso es un hijito.

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Mi historia con los animales comenzó bien temprano. Durante mi infancia, teníamos en casa un perro y un loro; a más de infinidad de gatos que se acomodaban a su antojo en el patio. No tuve buenas experiencias con los conejos; a causa de los gatos. Pero el lorito sí que fue un gran protagonista de esos años. Solito se autodecretó mi eco... mi sombra... mi coro... Yo era una niña asmática, y a menudo enferma, por lo que sufría desagradables pinchazos que me hacían llorar. Él lloraba conmigo, también tosía conmigo, también reía conmigo. Se llamaba Olorico, y era el personaje más apreciado de la cuadra, con sus disparatadas alocuciones durante el día entero. Luego estaba mi perrito: Teki. me da un poco de pena recordarlo porque lo quería tanto y un día, simplemente, se lo llevaron. Tal vez porque había demasiados animales en la casa y el médico alergista le llamaba la atención sobre eso a los adultos. Pero luego tuve otros perritos. Vivimos de nuevo muchas aventuras. Cuando una niña-adolescente es enferma y una solitaria lectora, un perro pasa a ser gran parte de su mundo. Confieso que mis perros siempre durmieron en la cama, a mis pies, hasta que fui grande y dejé de dormir sola. Todos ellos intentaron utilizar la almohada también, así como veían que yo lo hacía, solo que no les di el gusto. Cuando no hay un perrito durmiendo a tus pies, reaparece el síndrome de pies fríos. Eso lo sé.

Cuando estaba embarazada, tuvimos un cachorrito en casa de mi madre. Crecía entre los gatos del patio, así que no tenía su identidad clara. Una tarde me vio llegar a la casa, y apurado por recibirme se arrojó desde la terraza. El golpe no lo dañó demasiado pero le desató un virus. Estuvo como una semana internado pero sobrevivió. Luego tuvo que sobrevivir durante años a los terribles perros de al lado que lo atacaban cada vez que lograba escaparse de la casa. Recuerdo que tenía un chalequito con botones (?). Extraño, ¿no? El caso es que estaba de estreno Bobby, con su chalequito, y nada más salió a la calle y se lo robaron. Tuvo larga vida Bobby, el perro-timbre, como le decían en casa...

Un tiempo mi casa fue hogar temporal de mascotas en proceso de adopción. Siempre me creí muy buena poniendo nombres a las mascotas. Rescataba la esencia de sus personalidades y así quedaba el nombre. Por ejemplo, fue legendaria la Pitufa, a la que casi atropellamos en una callecita de Lambaré, de noche. Mi hija y yo la llevamos a una veterinaria para que la dieran en adopción, pero cuando llamaban a la persona que estaría interesada en ella, no resistimos y la conservamos con nosotras. Su principal habilidad era sostener la galletita para comer. Con esa única virtud hasta fue exitosa en una nota sobre el club de mascotas del barrio en un noticiero, superando, inclusive, a una exótica iguana. Pitufa adoraba la piletita de pelopincho (lona). Recorría de punta a punta, saltando y ladrando y creando un tumulto de gotas hasta muy entrada la noche. Más de una vez fue reprendida por escandalosa. Era una pequeña vagabunda, así que encontró la muerte en un camino. Así, tal cual de bebé la habíamos rescatado. También estuvo Madona, una pastor que era un encanto. Ella no ladraba, hasta que llegó la histérica Pitufa y le enseñó. Madona era amada por los niños de la cuadra. Al igual que Pitufa. Madona era muy grande para la vivienda pequeña, así que habíamos pensado darla en adopción a unos monjes que tenían una granja en el interior del país. Nos advirtieron que Madona se convertiría al vegetarianismo y sería bautizada con un nombre espiritual. El día en que el Dada y las Didis vinieron a casa para conocerla, prepararon una deliciosa cena de la India, pero ellos no comieron porque estaban de ayuno por una cuestión de la luna. Esa noche Madona, como si presintiera su futuro camino espiritual, se comportó más amorosa que nunca y conquistó al monje que nos dijo que si bien la vivienda era pequeña, compensaríamos a Madona con nuestro corazón grande. Y no se la quisieron llevar.

Pero yo estaba hablando de la casa temporal de mascotas. La más graciosa fue "Feucha". Era una perrita de lo más común pero encantadora. Había llegado en una cajita de cartón. En la medida que el tiempo pasaba y nadie la adoptaba, Feucha, cariñosamente llamada "Ucha", iba creciendo y su caja le quedaba chica. No obstante, ella insistía en descansar en su cajita, aún con las patas afuera. Feucha tenía "vejiga  feliz". Tanta carencia de afecto hacía que se orinase encima cuando alguien le hablaba en forma cariñosa. Mi hija y sus amigas también son geniales poniéndoles nombres a las mascotas. Varios gatitos fueron objeto de tanta creatividad. Destacan dos negritas: Luci de "Lucifer", y la pequeñita "Oscuridad".

Y así, tengo más historias de mascotas. Aunque lo cierto es que ayer se murió mi cachorrito. Tardé años en decidirme nuevamente a darle un lugar a un perrito: Enano o Jonsi, John Salchichón. Estuvo escasos dos meses y falleció luego de días de internación de alguna gastroenteritis aguda y no sé qué más. En casa estamos tristes. Su pequeño hocico se metía en todo lo que no le concernía. Sus ladriditos eran autoritarios, demandantes e histéricos. Mordía todo lo que encontraba. Quería dormir en el medio de la cama y aprovechaba para colarse en la mitad de la noche. Era un pesadito divino. Hasta tuvo un amigo: el perro de mis sobrinos que vino a casa mientras ellos estaban de vacaciones. Un sharpei obsesionado con los gatos. El primer día persiguió a uno hasta el techo y tratando de imitar su salto cayó al suelo. Como es acolchado, chilló un poco y luego siguió correteando. Otto y el Enano eran compinches. Tal vez sea difícil de comprender y es necesario vivirlo para saber cómo es, cómo una mascota te cambia la vida, cambia el sentido de todo, le da más emoción al día a día. Trajo alegría al hogar, a cada una de las personas que lo habitamos. Escucho cada pequeño ladridito en el aire y sigo pensando en el Enano. Pocas veces me enojo con la vida. Esta es una de ellas.  

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