Porro y violación en la comisaría

Un cuento más que me contaron… de esos que dejan los pelos de punta…

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Era una esquina cualquiera de Asunción, en una noche no tan cualquiera… La patrullera policial recorría lentamente las calles cuando ellos fueron alcanzados por sus luces. Hasta un segundo antes, un porro estaba entre sus manos. En milésimas de segundos el porro tocó la vereda; y siguieron caminando… como si nada… pero era todo. Desde la patrulla, los policías los altearon. Estaban muy cerca del sitio en donde estudiaban; así que ellos sintieron una mínima esperanza de que no pasara de una formalidad o rutina. Los oficiales no estaban de acuerdo con permitirles continuar con sus apacibles vidas, como una noche más. Ellos extendieron sus manos libres pero culpables. La mirada oficial no perdonaba: -“Si encontramos algún porro en la vereda, los vamos a llevar”- dijeron; y el miedo dejó de ser un amague, la noche se puso, definitivamente siniestra. Revisaron cada milímetro de baldosa, y no les fue difícil encontrar lo que buscaban: un porro recién apagado. En ese momento, ya fueron varios los compañeros que los rodeaban, intentando evitar que los llevaran. Pero no hubo caso. Los policías los alzaron a la patrullera.

-“Tengo más en la cajetilla de cigarrillos”- susurró una voz dentro de la patrulla.

-“Pasame”- respondió otra voz cómplice;  y transformó la cajetilla en una pelota que arrojó bajo el asiento de la patrullera. Pero tanto recaudo no serviría de mucho.

En la calle, los policías discutían con el director de la institución que intentaba que no los llevaran. No hubo caso. Minutos después se dirigían a la comisaría. Llegaron y fueron separados en dos calabozos. Veinte años en dos rostros, aún infantiles, no bastaron para decirles que era nada… que a los veinte años, todo es nada…

En uno de los calabozos, uno de los muchachos era increpado con dureza. Lo obligaron a leer en voz alta el artículo que refería al caso; reiteradas veces. En el otro calabozo, se preparaba lo peor:

-         “Sacate despacio la remera… bajate el pantalón… arrodillate mirando a la pared…”- dijo una voz que no veía y un rostro que no escuchaba.

Sintió, sí, el rebotar del cinto que caía a sus espaldas. Un hombre que pensaba castigar su homosexualidad libre; o vengar sus propias represiones. “Por la blanca arena que va del mar…. Su pequeña huella no vuelve más”… Alfonsina y el mar tarareaba en su cabeza, lo ayudaba a tolerar la barbarie… “Te vas Alfonsina con tu soledad”… La música… allí donde se precisa… allí donde hace falta un poco de humanidad…

Vio el arma, que el oficial había dejado en la silla. Era cuestión de zafarse, para eso era bastante grande… y a pesar del prejuicio gay, podía enfrentarlo. Era zafarse y tomar el arma. Hacer justicia por mano propia… o sería, ¿legítima defensa? Matar a un policía que lo violaba dentro mismo de una comisaría capitalina. ¿Cómo se leería eso en grandes titulares? De consumidor pasaría como mínimo a micro-traficante, y de artista de bien, homosexual… se transformaría en temible malandro, que ya era buscado por su violencia. Y de ahí la cárcel y más castigos por ser quien era; o lo que era… Mancharían su historia de vida… ya no solo para él… también para quienes lo amaban.

No oyó su rostro, no veía su voz. El arma se le ofrecía amiga. “No puedo matar… no puedo… ¿por qué me hace esto? Si yo abrazo árboles y el mundo, si la luna me acompaña y me protege… ¿Me vengaré con un arma o con la luna? Me vengaré con la luna. No puedo matar pero te condeno, a que tengas un día un hijo o hija homosexual, y que sepas lo que es vivir esa realidad en una sociedad como la nuestra… una sociedad con gente como vos”.

Y el arma continuó en silencio… “Cinco sirenitas la llevarán…”.

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Ambos muchachos fueron liberados cuando sus padres los buscaron de la comisaría. Quedaron los traumas y el pánico; una pesadilla de por vida; instalada en la frontera de esa infancia que se despidió abruptamente; cuando un niño interior se quebró en una esquina y nadie pudo socorrerlo. Quebrado en su alma, escapó hacia el silencio, ese cómplice maldito.

A la patrulla, aún la veo rondando nuestras calles, parando a transeúntes  que consumen alcohol o hierba en las veredas del barrio… preservando, en su divino entender, las buenas costumbres… y castigando a quienes consideran diferentes, a aquellos que aman a su manera. Pequeño niño quebrado, ¿cómo abrazarte y decirte que aquí no pasó nada?

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