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Nos dicen que esta vez ya no harán lo mismo de siempre, mientras repiten todas sus conductas históricas para que nada en realidad jamás cambie. Pretenden convencernos de que tendremos resultados diferentes con los mismos comportamientos históricos. En verdad son caraduras, y no tienen empacho en descalificar a los demás pretendiéndose ellos mismos como los únicos impolutos.
Acusan a diestra y siniestra. Se asustan de degollados externos y solo son capaces de ver la paja en el ojo ajeno. La autocritica les es absolutamente extraña, y quieren convencernos de que las cosas nunca podrán cambiar, que un designio fatal se ha apoderado al Paraguay y estamos condenados a padecerlos de por vida.
Compran partidos, sondeos, medios de comunicación, bancos y algunas conciencias. Creen sinceramente que el fin siempre justifica los medios, y no han mostrado arrepentimiento alguno durante toda su historia de desmanes y perjuicios colectivos. Pero por alguna razón todavía tienen posibilidades de convencer a la gente de que son “el mal menor” o que siguen siendo los únicos que “capaces de ejercer autoridad”.
Ni siquiera se preocupan en expresarse correctamente. Ya no hace falta que tengan alguna ilustración mínima ni guardan el decoro aconsejable en temas que no manejan. Se creen con el derecho de juzgar a todo el mundo y ahora también pontifican sobre la moral y las buenas costumbres.
En realidad son funcionales a una minoría privilegiada que se ha beneficiado históricamente hasta arrojarnos a las cifras más escandalosas de desigualdad que un país pueda ostentar. Pero aún así se presentan como salvadores de la patria, rectificadores de rumbos, adalides de la honestidad.
Transan conjuntamente un artero golpe institucional y después montan una pelea escandalosa por la repartija de zoquetes del estado paraguayo, cuyo dominio perdieron tan solo parcialmente por menos de cuatro años. Son angurrientos, insaciables, no se detendrán hasta liquidar definitivamente a nuestro país. Y recién allí, quizá, los sectores que los apoyan desde el miedo y el conservadurismo exasperante comenzarán a entender que con ellos ya no se puede.
Por esas y muchas otras razones les he llamado “esperpentos” y no me arrepiento. Fealdad y ridiculez representadas en una sola palabra para definir a unos personajes mimetizados de rojo y azul para escudarse tras la tradición política que despierta pasiones inexplicables después de más de cien años de más desaciertos que aciertos.
Allí están, pavoneándose en sus millones de dólares, mientras el pueblo asiste incrédulo a otra partida con los dados cargados y las cartas marcadas. Con resultados supuestamente irrebatibles. Pero su horrible tiempo puede acabarse en un siglo o en una semana. Todo depende finalmente de nuestras convicciones y de nuestra fortaleza.
Yo todavía creo en el valor de los ideales colectivos que nos enseñaron nuestros mayores. Pido el voto castigo el 21 para quienes se han burlado sistemáticamente de la gente en todos estos años principalmente desde el Poder Legislativo, convirtiendo la democracia en una fantochada en la que ellos ocupan todos los papeles principales y se mean de risa de nosotros los dóciles espectadores.
Este es nuestro tiempo. Hagamos historia contradiciendo la insoportable inercia de un país aburrida y agobiantemente bicolor. Saquémonos de encima a estos verdaderos esperpentos de la vieja política que pretenden sacarnos la dignidad y la felicidad, en fin, la vida misma. Es el momento de arrojarlos al basurero de la historia.