Tanto la primera lectura como el Evangelio muestran dos mujeres con varias semejanzas: las dos son viudas, son pobres y son generosas. Es más, las dos pasan por un aprieto económico. Sin embargo, presentan una notable talla moral y ambas están fuera del mundo fashion: prefieren ser grandes a los ojos de Dios.
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó qué mandamiento era el primero de todos. Seguramente, porque él se sentía confundido en el enmarañado de los 613 mandamientos de su ley, en donde 365 (uno por cada día del año) sostenían que “no” se debía hacer tal cosa, y otros 248 afirmaban que “si” era para practicar otra cosa.
El Evangelio presenta la curación de un ciego que estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Era una persona excluida de la sociedad, porque la teología del Antiguo Testamento consideraba que la enfermedad era consecuencia de los pecados, por tanto, digamos así, despreciada por Dios. Doblemente excluida: no vidente y pobre.
Un hombre se acercó a Jesús y le preguntó qué tendría que hacer para heredar la vida eterna. La pregunta en sí misma ya revela una creencia en la vida eterna, es decir, estamos en esta tierra de paso, como peregrinos y administradores, que manejan cosas de modo transitorio, en búsqueda de lo definitivo.
El texto de hoy es clave en el Evangelio de Marcos, pues lo divide en dos: antes y después de la confesión de Pedro. En la primera parte, Jesús trata de mantener vigente el “secreto mesiánico”; es decir, que nadie sepa que Él es el Mesías. Recordemos que la palabra “Cristo” viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Se agrega esta palabra a su nombre “Jesús”, ya que Él cumple perfectamente la misión divina que este término significa, o sea, el Mesías esperado vendría para instaurar definitivamente el Reino de Dios, y sería ungido por el Espíritu del Señor.