Vetar la ley de horario de trabajo para la administración pública

El Congreso aprobó una ley, cuya promulgación o veto debe decidir el Poder Ejecutivo, que reduce de ocho a seis horas el horario de trabajo de los funcionarios públicos.

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Existe en la población nacional una fuerte propensión a lograr un cargo en la función pública. Es una actitud con larga tradición en el país. La nueva ley probablemente estimule aún más dicha propensión. El orden y la disciplina en el trabajo en la función pública y en el sector privado, por lo general, son bastante diferentes. En la primera la holganza, la tardanza, se ven con frecuencia; en el sector privado, en cambio, no suelen ser consentidas esas fallas. En este sector tampoco hay empleados que lo sean solo de nombre –planilleros–, como los hay en el sector público. Una ley como la que pretende fijar la duración de las jornadas laborales del sector público en lapsos inferiores a los que rigen en el sector privado no solo marca una fuerte e impropia diferencia entre los dos sectores laborales, sino que, de hecho, con ello alentará aun más a los políticos a utilizar su influencia para lograr clientela de seguidores consiguiendo empleo público. La ley merece, pues, el veto presidencial.En los viejos tiempos de la República, la duración de la jornada laboral de los funcionarios y empleados públicos, por largo lapso, no estuvo regulada ni por las sucesivas constituciones ni por ley alguna. El Poder Ejecutivo fijaba el horario de funcionamiento de sus dependencias administrativas y en el Poder Judicial lo hacía el Superior Tribunal de Justicia, el cual desde 1940 pasó a denominarse Corte Suprema de Justicia. Militares y policías debían desempeñarse conforme a las necesidades del momento.

Tanto en el ámbito administrativo como en el judicial, la jornada laboral de atención al público solía ser de entre cuatro y cinco horas por día, y la semana laboral se extendía de lunes a sábado, pero funcionarios administrativos de los niveles alto y mediano, así como jueces, fiscales y defensores públicos, llevaban a sus casas para trabajar de tarde en los expedientes en los que debían dictar resolución administrativa o sentencia, formular dictámenes o redactar escritos en los juicios en que intervenían.   

En el presente, aquel antiguo régimen ha cambiado grandemente. La Constitución de 1992 en su Art. 102 equiparó los derechos laborales de los funcionarios y empleados públicos a los que tienen los del sector privado, que incluyen el de organizarse en sindicatos (Art. 96), concertar convenios colectivos de trabajo (Art. 97), apelar a huelga (Art. 98) y, en particular, a que la jornada ordinaria de trabajo no exceda de ocho horas diarias y 48 semanales y contar con vacaciones anuales remuneradas (Art. 91).   

Los funcionarios y empleados públicos han venido realizando amplio uso de estas disposiciones constitucionales. Al derecho a la huelga, por ejemplo, han recurrido hasta los guardiacárceles.   

En cuanto a la duración de la jornada de trabajo, en general ha seguido siendo inferior a las ocho horas diarias y 48 semanales, que es común en el sector privado.   

En este momento, una ley aprobada por el Congreso, pero aún no promulgada o vetada por el Poder Ejecutivo, les fija una jornada laboral de seis horas diarias y la semanal de cuarenta horas.   

Existe en la población nacional una fuerte propensión a lograr un cargo en la función pública. Es una actitud con larga tradición en el país. La nueva ley probablemente estimule aún más dicha propensión. En el sector privado, sin embargo, el trabajo no solo es de ocho horas diarias e inclusive seis días de cada semana, sino que hay actualmente muchos empleados que trabajan aún más de ocho horas diarias y de 48 semanales, siempre todos sin sábado libre y aún con trabajo en los domingos.   

El orden y la disciplina en el trabajo en la función pública y en el sector privado, por lo general, también son bastante diferentes. En la primera la holganza, la tardanza, se ven con frecuencia; en el sector privado, en cambio, no suelen ser consentidas esas fallas. En este sector tampoco hay empleados que lo sean solo de nombre –planilleros–, como los hay en el sector público. Ambos sectores abundan, pues, en diferencias.   

Una ley como la que pretende fijar la duración de las jornadas laborales del sector público en lapsos inferiores a los que rigen en el sector privado no solo marca una fuerte e impropia diferencia entre los dos sectores laborales, sino que de hecho con ello alentará aun más a los políticos a utilizar su influencia para lograr clientela de seguidores consiguiéndoles empleo público. La ley merece, pues, el veto presidencial.
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