Teoría de la dependencia

Se llama “teoría de la dependencia”, a un conjunto de teorías y modelos que tratan de explicar las dificultades que encuentran algunos países para el despegue y el desarrollo económico.

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Surgieron en los años sesenta, impulsadas por el economista argentino Raúl Prebish y la CEPAL. Inicialmente se dirigieron al entorno latinoamericano, aunque posteriormente fueron generalizadas por economistas neo-marxistas entre los que destacó Samir Amin, asociándolo al concepto de desarrollo desigual y combinado.

La dependencia económica es una situación en la que la producción y riqueza de algunos países están condicionadas por el desarrollo y condiciones coyunturales de otros países a los cuales quedan sometidas. El modelo “centro-periferia” describe la relación entre la economía central, autosuficiente y próspera; y las economías periféricas, aisladas entre sí, débiles y poco competitivas. Frente a la idea clásica de que el comercio internacional beneficia a todos los participantes, estos modelos propugnan que sólo las economías centrales son las que se benefician.

Los mecanismos mediante los que el comercio internacional agrava la pobreza de los países periféricos son diversos:

» La especialización internacional asigna a las economías periféricas el papel de productores-exportadores de materias primas y productos agrícolas; y consumidores-importadores de productos industriales y tecnológicamente avanzados.

» La monopolización de las economías centrales permite que los desarrollos tecnológicos se traduzcan en aumentos salariales y de precios, mientras que en la periferia se traducen en disminuciones de precios.

» La expansión económica tiene efectos diferentes sobre la demanda de productos industriales y la de productos agrícolas, ya que su elasticidad respecto a las rentas es diferente. Cuando los países de la periferia crecen económicamente, sus importaciones tienden a aumentar más rápidamente que sus exportaciones.

Como consecuencia de estas ideas, los países latinoamericanos aplicaron una estrategia de desarrollo basada en el proteccionismo comercial, y la sustitución de las importaciones. A la vez, los bancos centrales latinoamericanos se esforzaron en sobrevalorar sus propias monedas para abaratar sus importaciones de tecnología. La estrategia funcionó satisfactoriamente durante la década de los setenta, en la que se produjo un crecimiento generalizado del precio de las materias primas en los mercados internacionales que influyó muy negativamente en las economías “centrales”.

Pero finalmente, la contracción de la demanda internacional y el aumento de los tipos de interés desembocó en la década de los ochenta, en la crisis de la deuda externa, lo que exigió profundas modificaciones en la estrategia.

El tradicional enfoque estatista en América Latina estuvo muy influido por lo que se conoce como la teoría de la dependencia. Esta racionalizaba el control del Estado
-altas barreras proteccionistas, una economía cerrada y un menosprecio general por el papel del mercado-. Y desde fines de los años 40 hasta los años 80, disfrutó un dominio absoluto. Sus orígenes están en el final de los años 20, y durante los años 30 y la Gran Depresión, cuando el colapso de los precios de las materias primas devastó las economías latinoamericanas orientadas a la exportación. Al mismo tiempo, en consonancia con la época, la “seguridad nacional” se convirtió en una justificación para que los gobiernos se hicieran cargo de los “sectores estratégicos” de la economía, con el presunto objetivo de satisfacer las necesidades del país y no las de los inversionistas extranjeros.

Esto condujo a la formación de empresas petroleras estatales en un número de países. En Occidente, después de la II Guerra Mundial, el de desarrollo cambió hacia un mayor control estatal, se vio impulsado tanto por el desarrollo del estado del bienestar social y el intervencionismo keynesiasno como por el prestigio del marxismo y de la Unión Soviética. Otro factor que también motivó a los economistas latinoamericanos y a sus gobiernos fue el antiamericanismo, la antipatía hacia las grandes empresas norteamericanas que se percibían como explotadoras en América Latina.

Los teóricos de la dependencia rechazaban los beneficios del comercio mundial. A fines de los años 40, los elementos esenciales de su concepción eran expuestos y promovidos por Comisión Económica Para América Latina (CEPAL) de Naciones Unidas y, muy especialmente, por el economista argentino Raúl Prebisch, que dirigió la comisión de 1948 a 1962. Prebisch empezó su carrera como “un firme creyente en las teorías neo-clásicas”. Pero, según dijo, “la primera gran crisis del capitalismo” -la Gran Depresión- me hizo plantearme serias dudas en relación con esas ideas”. Prebisch y sus colegas de la CEPAL propusieron una versión internacional de la inevitabilidad de la lucha de clases.

Alegaron que la economía mundial estaba dividida entre el “centro” industrial -Estados Unidos y Europa Occidental- y la “periferia” productora de materias primas. Los términos de intercambio siempre trabajarían en contra de la periferia, lo que significaba que el centro explotaría constantemente a la periferia. Los ricos se harían más ricos y los pobres más pobres.

Según esta concepción, el comercio internacional no era una forma de elevar el nivel de vida, sino más bien una forma de robo y explotación, que las naciones industriales y sus corporaciones multinacionales perpetraban sobre los pueblos en vías de desarrollo.

La periferia debía de romper ese ciclo siniestro y tomar su propio camino. En vez de exportar materias primas e importar productos manufacturados, estos países debían de desplazarse lo más rápidamente posible hacia lo que llamó la industrialización de “substitución de importaciones” (ISI).

Esto se podría lograr rompiendo los vínculos con el comercio mundial mediante altas tarifas y otras formas de proteccionismo. La lógica de la infancia de una industria se convirtió en la lógica de toda la industria. Las monedas fueron sobrevaloradas, lo que abarataba las importaciones de los equipos necesarios para la industrialización.

Todas las demás importaciones fueron severamente racionadas mediante permisos y licencias. Las monedas sobrevaloradas también desalentaban las exportaciones agrícolas y de otras materias primas, al aumentar sus precios y destruir su competitividad. Los precios nacionales eran controlados y manipulados, y los subsidios se multiplicaron. Muchas industrias y actividades fueron nacionalizadas.

Una verdadera jungla de controles y regulaciones proliferó por toda la economía. La forma de hacer dinero era aprender a navegar por el laberinto burocrático y no servir al mercado. En general, lo que guiaba la economía eran las decisiones políticas y burocráticas, y no las señales y el feedback del mercado.

La crisis de la deuda golpeó muy duro a América Latina. Los préstamos habían sido enormes. Entre 1975 y 1982, la deuda externa de América Latina casi se cuadruplicó, pasando de $ 45,200 millones a $ 176,400 millones. Si se suman los préstamos a corto plazo y los créditos del Fondo Monetario Internacional, en 1982 la deuda era de $ 333,000 millones. Y, sin embargo, nadie le prestaba mucha atención hasta agosto de 1982, cuando México se vio al borde de la mora.

Lo que siguió fue una doble bancarrota financiera e intelectual. Las ideas que habían conformado el sistema económico de América Latina habían fracasado, y los países latinoamericanos ya no podían financiarse. La dependencia los había llevado a la bancarrota. Los años que vinieron, en los que América Latina luchaba por reconformar su economía, fueron calificados como “la década perdida”. Y con razón. En 1990, el ingreso per cápita era menor que en 1980.

Con el pasar de los años, se tuvo que reconocer la enorme debilidad intrínseca del viejo sistema. Las empresas industriales -tanto privadas como estatales- que habían alentado eran ineficientes debido al proteccionismo, la falta de competencia y el aislamiento de la innovación tecnológica. En su mayor parte, no priorizaba la calidad ni la cantidad del servicio. La agricultura sufrió mucho. Los déficit presupuestarios crecieron enormemente.

Con una inflación generalizada y muy difícil de desarraigar, los ahorros familiares fueron arrasados. Por consiguiente, la gente no se podía retirar. La inflación creció a niveles increíbles, empujada por los déficit y por una política monetaria relajada. Las economías nacionales perdieron los beneficios del comercio internacional y, como es lógico, no hubo ninguna mejora en la desigualdad social.
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