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Las primeras acotaciones se mezclan inevitablemente con la religiosidad de los pueblos primitivos y tal es la argumentación de los primeros pensadores. Sin embargo, si hemos de hablar de Occidente, debemos referirnos a un tipo especial de pensador: el que se inicia en Grecia antigua con los primeros filósofos. Aquellos a quienes el mismo Sócrates llamó los cosmológicos, pues se ocupaban de los problemas de la naturaleza.
Poco antes y después de Sócrates, los filósofos se ocuparon con mayor interés de la esencia del hombre y desarrollaron los rudimentos de una antropología. El gran filósofo y sobre todo compilador de los escritos anteriores, Aristóteles, define al hombre como un animal eminentemente político. Parafraseándolo a él, podríamos decir aún más: que el político es un animal humano por excelencia.
LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO
A partir de aquella magnífica cadena de magisterio y discipulado de la Hélade, se hacen patentes dos corrientes claramente definidas: La que da como fundamento de la esencia humana al individuo, y la que sostiene que el hombre es una hebra del tejido social, es decir, un ser eminentemente social. Tanto el individualismo como el sociologismo, aunque en aquella época no tenían estos nombres, llevarían luego en la Edad Media, a discusiones profundas que durarían siglos sobre esta problemática, y que derivarían en otra cuestión, esta vez de mayor raigambre metafísica, que se daría entre el nominalismo y los universales.
Quienes postulan el sociologismo, mantienen que la sociedad funciona como una entidad que tiene sus propias características perfectamente autónomas, distintas e independientes del comportamiento individual, y que influye en cada individuo como si fuera un ser vivo poderoso.
Asimismo, quienes defienden el individualismo, aseguran que la sociedad no tiene existencia propia y que no se trata sino de la simple suma de cada individuo independiente. Ideas como fraternidad, amistad, humanidad, por ejemplo, serían solo voces, flatus voxis, como expresaban sus seguidores latinos.
Los individualistas insisten en que cada uno de los seres humanos somos únicos, con pensamientos propios, y que estos, por similares que puedan parecer a nuestros congéneres, nunca son iguales y que, por lo tanto, no tiene sentido hablar de un pensamiento general, universal.
HACIA LA MULTICULTURALIDAD
Durante los largos debates que se dieron en diversas formas, los sociologistas coincidieron en señalar, sin embargo, que cada individuo nace, se cría y se desarrolla en la sociedad, como lo hace un infusorio en un estanque. Si tal estanque consiste en un medio salino, ácido y alcalino, determinará las características del individuo que habita en él. Nuestro temperamento, carácter y personalidad, devendrá de igual modo de los elementos sociales en los que nos toca vivir.
Esta condición es lo que actualmente se llama sujeto social. Hoy se acepta que el ser humano es un individuo al cual desde la sociedad se le agrega primeramente el lenguaje y luego otros valores. Es esto lo que hace que el hombre no pueda despojarse de aquello que está más allá de su mismidad, de su yo absoluto. Aquello que lo mantiene indisolublemente unido a su etnia, a su cultura, con la cual interactúa, haciendo con su grano de arena que esta se vaya modificando, refluyendo a su vez sobre cada individuo con su propia influencia. Etnias dispares hacen un mundo de enemigos. Hoy por hoy, se busca hallar puntos comunes de convivencia, en un mudo globalizado y multicultural.
Poco antes y después de Sócrates, los filósofos se ocuparon con mayor interés de la esencia del hombre y desarrollaron los rudimentos de una antropología. El gran filósofo y sobre todo compilador de los escritos anteriores, Aristóteles, define al hombre como un animal eminentemente político. Parafraseándolo a él, podríamos decir aún más: que el político es un animal humano por excelencia.
LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO
A partir de aquella magnífica cadena de magisterio y discipulado de la Hélade, se hacen patentes dos corrientes claramente definidas: La que da como fundamento de la esencia humana al individuo, y la que sostiene que el hombre es una hebra del tejido social, es decir, un ser eminentemente social. Tanto el individualismo como el sociologismo, aunque en aquella época no tenían estos nombres, llevarían luego en la Edad Media, a discusiones profundas que durarían siglos sobre esta problemática, y que derivarían en otra cuestión, esta vez de mayor raigambre metafísica, que se daría entre el nominalismo y los universales.
Quienes postulan el sociologismo, mantienen que la sociedad funciona como una entidad que tiene sus propias características perfectamente autónomas, distintas e independientes del comportamiento individual, y que influye en cada individuo como si fuera un ser vivo poderoso.
Asimismo, quienes defienden el individualismo, aseguran que la sociedad no tiene existencia propia y que no se trata sino de la simple suma de cada individuo independiente. Ideas como fraternidad, amistad, humanidad, por ejemplo, serían solo voces, flatus voxis, como expresaban sus seguidores latinos.
Los individualistas insisten en que cada uno de los seres humanos somos únicos, con pensamientos propios, y que estos, por similares que puedan parecer a nuestros congéneres, nunca son iguales y que, por lo tanto, no tiene sentido hablar de un pensamiento general, universal.
HACIA LA MULTICULTURALIDAD
Durante los largos debates que se dieron en diversas formas, los sociologistas coincidieron en señalar, sin embargo, que cada individuo nace, se cría y se desarrolla en la sociedad, como lo hace un infusorio en un estanque. Si tal estanque consiste en un medio salino, ácido y alcalino, determinará las características del individuo que habita en él. Nuestro temperamento, carácter y personalidad, devendrá de igual modo de los elementos sociales en los que nos toca vivir.
Esta condición es lo que actualmente se llama sujeto social. Hoy se acepta que el ser humano es un individuo al cual desde la sociedad se le agrega primeramente el lenguaje y luego otros valores. Es esto lo que hace que el hombre no pueda despojarse de aquello que está más allá de su mismidad, de su yo absoluto. Aquello que lo mantiene indisolublemente unido a su etnia, a su cultura, con la cual interactúa, haciendo con su grano de arena que esta se vaya modificando, refluyendo a su vez sobre cada individuo con su propia influencia. Etnias dispares hacen un mundo de enemigos. Hoy por hoy, se busca hallar puntos comunes de convivencia, en un mudo globalizado y multicultural.