Se lo llevaron las aguas (condensado)

Autora: Renée Ferrer de Arréllaga (Paraguaya)

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Gabriel se levantó temprano, sacó los ojos por la ventana y los dejó sobre el resplandor que amarilleaba el horizonte. Otro día empezaba para agrandarle la desesperación y la espera. Mateó un rato; y después, meneando sus pensamientos, azada en mano, salió con todo su desgano encima. El vacío deambulaba en el rancho como una sombra tangible y compañera. Sobre la tierra cuarteada, los pasos de Camila se habían ido borrando, arrasados por el aliento recalcitrante del verano. Únicamente el loro escupía su nombre con voz agreste, como si la extrañara igual que él. Él, que consintió en que se marchara.

Un viento obstinado le chupaba de a poquito el cerebro; secaba las frutas en las ramas, llevándose los aullidos de los perros. Ni recordaba el momento en que comenzaron a extrañar la lluvia sobre la capuera. Hacía tanto tiempo que la tierra se había bebido los últimos charcos!

Cuando se agotó el pozo, Camila se fue, y ahora estaría llegando a Celador, donde pensaba agenciarse alguna ropita para el hijo, que no podía demorarse demasiado.

Gabriel miró el cielo donde remolineaban las nubes y comenzó la carpida. Aquella negrura se había vuelto tan común y engañosa que ya no le prestaba atención. Al principio solía avivarle una alegría pasajera; pero pronto comprendió que ese sorbito de confianza se lo tragaba el viento norte. Un sol implacable se salía de a ratos de aquella cerrazón para mover sus hábitos desde arriba. Comer, dormir, hacerle arañazos a la tierra; cualquier cosa daba lo mismo, entre frases masculladas para nadie, y la quietud de las tardes en cuclillas, y el vientre de Camila como abriéndose paso, antes de irse.

De vuelta al rancho, puso a hervir en la olla de hierro un resto de mandioca; reservó los porotos para el día siguiente, y el quesito en el sobrado, para después. Eso era todo lo que le quedaba para no morirse de hambre hasta que Camila volviera. Echó de menos su andar cansino, las palabras descolgadas de su conversación haciéndole agujeros al silencio mientras le cebaba el tereré.

Después de comer se tiró al catre, la vista fija en la paja gris. Así como estaban las cosas no podía tardar en llover. Entonces saldría al descampado con todo su cuerpo para que el agua lo mojara. Diez meses sin llover, y los sembrados casi muriéndose! Adentro se le removían los recuerdos; tardes y tardes de resol; los labios de Camila moviéndose lentos, suplicantes, entregados, como ella que siempre andaba con la resignación a la espalda. Apretó entre los dientes su rabia inútil y suspiró. Ellos siempre andaban al acecho de los antojos del tiempo: chapoteaban sobre la mata podrida de los pastos, o la seca se los comía sin piedad. La cerrazón comenzó a revolcarse de un lado a otro. Y esos tumbos se le metieron en el pecho como una esperanza convaleciente. Dejó correr los ojos sobre los lamparones chamuscados de tanta desolación. La sintió en su aliento quieto; en todo ese campo que se le metía por la mirada.

Tibios goterones comenzaron a caer estampando en el patio las manchas redondas de su bendición. Entonces respiró hondo el olor generoso que despide la tierra cuando se moja después de andar sedienta; y pensó que allá, en Celador, Camila movería los labios también.

A Camila se le acalambraron los pies de tanto caminar; pero estaba contenta de mojarse el vientre enorme, la cara, el pelo, y los atados también. Contenta de que cayera agua y no fueran a morirse de hambre, justito ahora que iba a tener un hijo, y los pechos se le vaciarían de leche sino comía. ¿Cómo iba a amamantarlo si no comía? Los bultos le pesaban no porque fueran muchos sino porque sentía como cuchilladas por lo bajo. Entonces comprendió que debía apretar bien los puños, morder sus gritos y llegar cuanto antes adonde estaba el bote, no fuera que esas punzadas le impidieran avanzar. Y siguió caminando. Hubiera querido estar con Gabriel; antes de rezarle a la virgen de Caacupé, como había prometido: no estar sola y a punto de parir un hijo a la intemperie.

Las aguas se enfurecen cada vez más, soltando una saña contenida. Se refugió bajo un karanda’y. No podía tenerse en pie. Se fue dejando caer con esa mansedumbre de bestia maltratada, agarrada al tronco espinoso y al silencio. Se quedaría así hasta que pasara el mal tiempo; sólo un ratito, Señor. Entonces llegaría al río, al bote, al rancho, antes del anochecer. Camila dejó sus gritos apretados en el fondo de ambas manos, como pedazos de voz que se guardan para cuando se acaban las fuerzas; y resistió. Sólo un poquito más, Virgencita, sólo un poquito más. Hasta que amainase la lluvia, y pudiera levantarse con aquella ropita apretada contra el pecho.

Entonces llegaría al río, al bote, al rancho quizás, antes del amanecer, Gabriel le limpiaría los rasguños con un trapo compasivo. Tendida en el catre, le empujaría hacia abajo el vientre lleno, para que naciera más pronto. Ella le alcanzaría, después, el hijo venido con la lluvia de modo que lo viese y se pusiera contento. Muy junto al tronco se quedó quieta. Caía sobre el temporal la noche. A Gabriel el rancho se le fue yendo de a poco: primero los mazos de paja arrancados de cuajo, los adobes disueltos después. En puro esqueleto nomás se le quedó, incapaz de retener el viento. Cuando vio que era inútil soltó la vaca para que no se muriera. Sin que lo notara, anocheció. A los tres días se desbordó el río, llevando en la corriente bultos de quién sabe dónde. Y de Camila, ni la sombra. Se le ensanchaba la culpa de tanto morder su ausencia. Aferrado al horcón, aguantó firme otro amanecer. Era inútil gritar. Mejor guardarse la energía para no morirse él también arrebatado por el torrente, antes de que Camila volviera. Ella bajo el karanda’y. Orbitas ensombrecidas, labios blancos, el agua subiéndosele hasta los pechos.

Aguantó como pudo apretando el deseo de tener a su hombre al lado. A la fuerza de la correntada se mezclaron, de pronto, los empujones del hijo pugnando obstinadamente por salir. Hacía rato que sus bultos se habían ido sobre el lomo del río. Cuando el impulso irrefrenable de la vida por fin la desgarró, sintió el cuerpecito tibio de su hijo deslizándosele blandamente entre las piernas. La vio llegar un día. La cara gris, el cuerpo flaco, los brazos sueltos de abandono; la pregunta atascada sin poder transponer la garganta, como si supiera desde ya la respuesta.

Camila soltó su desconsuelo sobre la chacra. Anduvo un trecho más y entonces se lo dijo sin llanto, desde el fondo, con un resto de voz: -Se lo llevaron las aguas, Gabriel, mientras estaba naciendo.

Actividades

a- Sintetiza en cinco líneas la agresividad de la naturaleza patente en el fragmento.

b- Analiza estas frases:
“le chupaba de a poquito el cerebro”
“sacó los ojos por la ventana”
“la tierra se había bebido los últimos charcos”

c- Anota tres oportunidades en que se evidencia la esperanza en los personajes.

d- ¿Qué clase social escogió la autora como protagonista?

e- Señala palabras o construcciones que dibujen pobreza y resignación.

f- ¿Qué productos típicos de consumo menciona? Haz una lista de los productos básicos de la canasta familiar rural.

g- Opinas que relata una situación real ¿o con posibilidad de ser cierta?, tú ¿podrías vivir en tales condiciones?

h- En “para no morirse él también arrebatado por la corriente” y “los brazos sueltos de abandono”, Ferrer descubre anticipadamente el final.
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