Y la única forma de obtener tales informaciones es escuchando atentamente. Cuando estamos ocupados o distraídos, casi inevitablemente oímos sin escuchar en realidad lo que el niño nos está diciendo.
Hay cinco reglas de oro para llegar a ser un buen oyente:
1- Tomemos en serio lo que nos cuenten o digan nuestros niños.
Estamos ocupados en la preparación de la cena y nuestro hijo más pequeño llega corriendo para decirnos algo urgente. A veces es hasta demasiado fácil caer en la trampa de escuchar distraídamente, oír con un solo oído, pero sin poner atención a las cosas que el niño está diciendo. El único modo de evitar eso es asignar prioridades a lo que se está haciendo en ese momento. Si cocinar es lo más importante, en forma amable pero firme, le diremos que no podemos interrumpir lo que estamos haciendo en ese momento. Luego decidimos con él el momento en que podremos dedicarle plenamente nuestra atención. No hay que preocuparse: eso no lo desalentará ni va a perturbarlo. La mayoría de los niños se sienten orgullosos de eso, de que sus padres tomen sus ideas en serio y que les dediquen su tiempo. Si nos damos cuenta de que lo que el niño trata de decirnos es algo más importante que la cena, entonces interrumpamos la cocina, sentémonos y oigámoslo atentamente.
2- Escuchemos a nuestros hijos sólo después de lograr la calma
Las fuertes emociones (ansiedad, ira, disgusto, remordimiento y así por el estilo) hacen de filtro a lo que el niño dice. Si hemos llegado a la firme conclusión de que nuestro hijo es perezoso, incluso si él intenta explicarnos su conducta, la ira limita su atención. Nuestras emociones no harán más que amplificar esas frases que parecen justificar su ira. Nunca debemos oír lo que nuestro hijo debe decirnos sin calmarnos primeramente, en forma tal que nos resulte posible ver la situación con objetividad.
3- Escuchar siempre con atención
Jane, de 10 años, pretendía que la luz quedara encendida en su dormitorio hasta quedarse dormida. La mamá consideraba eso una tontería.
- Pero si cuando llegas del colegio ya está oscuro, decía.
- Ya lo sé, contestaba Jane, pero eso es distinto; afuera la oscuridad da menos miedo. Este interesante comentario revelaba alguna profunda ansiedad ligada al ambiente familiar.
Si su madre hubiese escuchado con más atención, acaso hubiera podido aprovechar para conversar con Jane.
Pero se le había metido en la cabeza que se trataba de una tontería y liquidó el intento de explicación de la chica con un lapidario: ¡no seas tonta!, y apagó la luz.
4- La escucha activa
Eso significa saber escuchar no solamente con los oídos, sino también con los ojos. Es indispensable dedicar el tiempo necesario para dar atención plena a lo que el niño dice. Para los niños más pequeños el momento ideal es cuando se los cuenta.
Si deseamos verificar la existencia de alguna ansiedad, iniciemos la conversación con un tono amigable y una frase neutra como: Me pareces un poco triste hoy, ¿qué te pasó?.
Cuando el niño comienza a hablar, nosotros deberíamos intervenir lo menos posible. Limitémonos a alentar sus conferencias con los gestos del cuerpo: aprobando con la cabeza, sonriendo, y demostrando interés.
Aun cuando nos perturben las cosas que el niño nos dice, no lo mencionemos, al menos en ese momento. La expresión de nuestro rostro debe seguir siendo amigable, y nuestros comentarios, alentadores y participativos.
El momento exacto para manifestar ira o desaprobación puede llegar después de oír lo suficiente, y con suficiente atención, y entender qué es lo que no marcha bien. Cualquier interrupción, y especialmente los comentarios críticos, inhibirán al niño e impedirán que se llegue al meollo del problema.
5- Prestemos atención particular al tono de voz
¿Nos suenan quejumbrosas a pesar de que parecen positivas las cosas que nos dice? El conflicto entre lo que está diciendo y la forma en que lo dice permite a las emociones dolorosas llegar a la superficie. Pongamos atención a las oraciones autocompasivas del tipo Soy demasiado débil para lograrlo, Soy muy tonto como para entenderlo. Papá siempre dice que soy un payaso.
Incluso cuando la autocompasión se disfraza de chiste o se manifiesta con una sonrisa, pueden significar ideas o sentimientos que causan gran ansiedad. Observemos cuidadosamente las pausas, las incertidumbres, las repeticiones que se dan en el discurso del niño. Pueden ser causadas por un conflicto entre lo que está diciendo y lo que en realidad quisiera decir. Los lapsus también son reveladores. Freud opinaba que los lapsus, técnicamente definidos como parafasias, eran elocuentes reveladores de profundas tensiones internas.
Escuchar con atención no es fácil. Requiere de paciencia y práctica. A menudo nos sentimos obligados a comentar los errores, a ofrecer consuelo cuando el niño admite sus miedos, o a criticar sus irritantes admisiones. Pero estas interrupciones no hacen más que dificultar ulteriormente la tarea de descubrir la verdadera causa de los problemas.
Alentemos al niño a que hable libremente, quedándonos callados y escuchando atentamente. No temamos las pausas y no nos precipitemos a llenarlas con palabras. Demos a nuestro niño el tiempo de hablar, de reflexionar y de encontrar el valor de hacer algunas admisiones que, como él sabe, podrán perturbarle.
Si tenemos la sensación de que la conversación está bloqueada, intentemos reactivarla repitiendo la última oración que el niño dijo. Eso demuestra que le hemos prestado atención, que lo hemos comprendido, y además así le permiten considerar la oración con mayor objetividad.
Pero siempre antes de iniciar hace falta dar un paso más: examinar las ansias que uno tiene, los miedos, las impaciencias. Todo eso con facilidad es atribuido al hijo. Muchas veces, en lugar de examinar las palabras de los hijos, sería oportuno examinar el oído de los padres.
Hay cinco reglas de oro para llegar a ser un buen oyente:
1- Tomemos en serio lo que nos cuenten o digan nuestros niños.
Estamos ocupados en la preparación de la cena y nuestro hijo más pequeño llega corriendo para decirnos algo urgente. A veces es hasta demasiado fácil caer en la trampa de escuchar distraídamente, oír con un solo oído, pero sin poner atención a las cosas que el niño está diciendo. El único modo de evitar eso es asignar prioridades a lo que se está haciendo en ese momento. Si cocinar es lo más importante, en forma amable pero firme, le diremos que no podemos interrumpir lo que estamos haciendo en ese momento. Luego decidimos con él el momento en que podremos dedicarle plenamente nuestra atención. No hay que preocuparse: eso no lo desalentará ni va a perturbarlo. La mayoría de los niños se sienten orgullosos de eso, de que sus padres tomen sus ideas en serio y que les dediquen su tiempo. Si nos damos cuenta de que lo que el niño trata de decirnos es algo más importante que la cena, entonces interrumpamos la cocina, sentémonos y oigámoslo atentamente.
2- Escuchemos a nuestros hijos sólo después de lograr la calma
Las fuertes emociones (ansiedad, ira, disgusto, remordimiento y así por el estilo) hacen de filtro a lo que el niño dice. Si hemos llegado a la firme conclusión de que nuestro hijo es perezoso, incluso si él intenta explicarnos su conducta, la ira limita su atención. Nuestras emociones no harán más que amplificar esas frases que parecen justificar su ira. Nunca debemos oír lo que nuestro hijo debe decirnos sin calmarnos primeramente, en forma tal que nos resulte posible ver la situación con objetividad.
3- Escuchar siempre con atención
Jane, de 10 años, pretendía que la luz quedara encendida en su dormitorio hasta quedarse dormida. La mamá consideraba eso una tontería.
- Pero si cuando llegas del colegio ya está oscuro, decía.
- Ya lo sé, contestaba Jane, pero eso es distinto; afuera la oscuridad da menos miedo. Este interesante comentario revelaba alguna profunda ansiedad ligada al ambiente familiar.
Si su madre hubiese escuchado con más atención, acaso hubiera podido aprovechar para conversar con Jane.
Pero se le había metido en la cabeza que se trataba de una tontería y liquidó el intento de explicación de la chica con un lapidario: ¡no seas tonta!, y apagó la luz.
4- La escucha activa
Eso significa saber escuchar no solamente con los oídos, sino también con los ojos. Es indispensable dedicar el tiempo necesario para dar atención plena a lo que el niño dice. Para los niños más pequeños el momento ideal es cuando se los cuenta.
Si deseamos verificar la existencia de alguna ansiedad, iniciemos la conversación con un tono amigable y una frase neutra como: Me pareces un poco triste hoy, ¿qué te pasó?.
Cuando el niño comienza a hablar, nosotros deberíamos intervenir lo menos posible. Limitémonos a alentar sus conferencias con los gestos del cuerpo: aprobando con la cabeza, sonriendo, y demostrando interés.
Aun cuando nos perturben las cosas que el niño nos dice, no lo mencionemos, al menos en ese momento. La expresión de nuestro rostro debe seguir siendo amigable, y nuestros comentarios, alentadores y participativos.
El momento exacto para manifestar ira o desaprobación puede llegar después de oír lo suficiente, y con suficiente atención, y entender qué es lo que no marcha bien. Cualquier interrupción, y especialmente los comentarios críticos, inhibirán al niño e impedirán que se llegue al meollo del problema.
5- Prestemos atención particular al tono de voz
¿Nos suenan quejumbrosas a pesar de que parecen positivas las cosas que nos dice? El conflicto entre lo que está diciendo y la forma en que lo dice permite a las emociones dolorosas llegar a la superficie. Pongamos atención a las oraciones autocompasivas del tipo Soy demasiado débil para lograrlo, Soy muy tonto como para entenderlo. Papá siempre dice que soy un payaso.
Incluso cuando la autocompasión se disfraza de chiste o se manifiesta con una sonrisa, pueden significar ideas o sentimientos que causan gran ansiedad. Observemos cuidadosamente las pausas, las incertidumbres, las repeticiones que se dan en el discurso del niño. Pueden ser causadas por un conflicto entre lo que está diciendo y lo que en realidad quisiera decir. Los lapsus también son reveladores. Freud opinaba que los lapsus, técnicamente definidos como parafasias, eran elocuentes reveladores de profundas tensiones internas.
Escuchar con atención no es fácil. Requiere de paciencia y práctica. A menudo nos sentimos obligados a comentar los errores, a ofrecer consuelo cuando el niño admite sus miedos, o a criticar sus irritantes admisiones. Pero estas interrupciones no hacen más que dificultar ulteriormente la tarea de descubrir la verdadera causa de los problemas.
Alentemos al niño a que hable libremente, quedándonos callados y escuchando atentamente. No temamos las pausas y no nos precipitemos a llenarlas con palabras. Demos a nuestro niño el tiempo de hablar, de reflexionar y de encontrar el valor de hacer algunas admisiones que, como él sabe, podrán perturbarle.
Si tenemos la sensación de que la conversación está bloqueada, intentemos reactivarla repitiendo la última oración que el niño dijo. Eso demuestra que le hemos prestado atención, que lo hemos comprendido, y además así le permiten considerar la oración con mayor objetividad.
Pero siempre antes de iniciar hace falta dar un paso más: examinar las ansias que uno tiene, los miedos, las impaciencias. Todo eso con facilidad es atribuido al hijo. Muchas veces, en lugar de examinar las palabras de los hijos, sería oportuno examinar el oído de los padres.