Las concepciones morales de los pueblos primitivos

Los progresos de las ciencias naturales en el siglo XIX despertaron en los pensadores contemporáneos, el deseo de elaborar las bases de una filosofía del mundo, sin necesidad de la intervención de fuerzas sobrenaturales -pero no por ello perdiendo la majestuosidad poética- capaz de inspirar al hombre ideas elevadas.

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La ciencia contemporánea no ha necesitado recurrir a intuiciones de carácter sobrehumano para justificar los ideales de la belleza moral.

La ciencia prevé además, que en un porvenir no lejano, la sociedad humana, emancipada gracias a los progresos científicos, de la miseria de los siglos pasados y reconstruida de acuerdo a los principios de justicia universal y de ayuda mutua, podrá garantizar al hombre la libre manifestación de su espíritu creador en el terreno intelectual, técnico y artístico.

Esta previsión abre posibilidades morales tan amplias para el porvenir, que para su realización ya no son necesarias ni la intervención del mundo sobrenatural ni el temor al castigo en el otro mundo. Es necesario, por lo tanto, una ética nueva sobre bases nuevas.

Las sociedades de los primitivos y las ideas morales consiguientes han ejercido sobre el desarrollo posterior de la moral.

No sabemos casi nada de la vida de los seres primitivos de los comienzos de la época glacial y de fines del período terciario. Lo único que se sabe, es que vivían en pequeñas sociedades, y sacaban con gran dificultad de los lagos y de los bosques, los escasos alimentos de que se nutrían, sirviéndose de instrumentos de hueso y de piedra.

Pero ya en esos períodos, el hombre primitivo tuvo que acostumbrarse a identificar su yo con el nosotros social, elaborándose de este modo las primeras leyes de la moral. Era costumbre concebir su tribu como algo de la cual él mismo constituía tan sólo una parte, y ciertamente una parte secundaria, puesto que veía toda su impotencia frente a la naturaleza severa y amenazadora al encontrarse aislado, fuera de la tribu.

Por esta razón, poco a poco limitó su propia voluntad ante la voluntad de los demás, y este hecho constituye ya la base fundamental de toda moral individual. En efecto, sabemos que los hombres primitivos de la era glacial y de los comienzos de la posglacial vivían ya en sociedades; en cavernas, en las hendiduras de las montañas o debajo de las rocas; que cazaban y pescaban en común sirviéndose de sus instrumentos primitivos. Ahora bien, la convivencia y la colaboración suponen ya la existencia de ciertas reglas de moral social.

Esta educación del hombre primitivo continuó durante decenas de millares de años, y paralelamente a ella, siguió elaborándose el instinto de sociabilidad, que con el tiempo se hizo más fuerte que todo razonamiento individual.

El hombre se acostumbró a concebir su yo solamente en relación con su grupo. A continuación, veremos la alta significación educativa de este razonamiento: Ya en el mundo animal constatamos que la voluntad individual se armoniza con la voluntad de todos. Los animales comunicativos lo aprenden ya a una edad muy precoz, en sus juegos, en los cuales es preciso someterse a las reglas generales.

Así, por ejemplo, se observa que los animales al jugar, no se atacan con los cuernos, no se muerden unos a otros, no faltan al turno establecido por el juego, etc.

En cuanto a los animales adultos, la absorción de la voluntad personal por la social se nota claramente en muchas ocasiones; los preparativos de los pájaros para las migraciones de norte a sur y viceversa, los vuelos de ejercicio por las tardes durante algunos días antes de emprender las grandes migraciones; el acuerdo visible entre las fieras y los pájaros durante la caza; la defensa de los animales que viven en rebaño contra los ataques de las bestias feroces; las migraciones de los animales en general; y en fin, la vida social de las abejas, avispas, hormigas, de los pájaros, loros, castores, monos, etc., son otros tantos ejemplos de la sumisión de la voluntad individual.

En ellos se ve claramente la concordancia de la voluntad de los individuos aislados con la voluntad y las intenciones de la comunidad, y esta concordancia se transforma no tan sólo en costumbre heredada, sino también en instinto.

Ya Hugo Grocio (en 1625) comprendió claramente, que en este instinto residen los albores del Derecho. Pero no cabe duda de que el hombre de la era cuaternaria glacial lacustre estaba por lo menos al mismo nivel de desarrollo social que los animales, y probablemente a un nivel más elevado aún.

Una vez existente la comunidad, nacen inevitablemente en su seno ciertas formas de vida, costumbres y usos que, siendo reconocidas como útiles y entrando en el modo habitual de pensar, se transforman poco a poco en costumbres instintivas y luego en reglas de vida. Así se forma la moralidad, la ética de la tribu, que los ancianos guardadores de las costumbres ponen luego bajo la salvaguardia de las supersticiones y de la religión, es decir, bajo la protección de los antepasados muertos.

En general, todos los pueblos primitivos de que tenemos conocimiento han elaborado unas tradiciones de vida muy complicadas. Cada uno de ellos tiene una moralidad, una ética, mantenida por la propia tradición. Y en todas estas codificaciones sagradas, no escritas aún, se observan tres categorías fundamentales de reglas o normas de vida.

Una de ellas se refiere a las normas establecidas para la busca de los alimentos, ya sea realizada individualmente o en común. Estas reglas determinan en qué medida se puede usar lo que pertenece a toda la tribu: aguas, bosques, en ciertos casos árboles frutales, terrenos para la caza, canoas. Hay también reglas severas que se aplican a la caza y a las migraciones, a la conservación del fuego, etc.

Hay, asimismo, normas que determinan los derechos y las relaciones personales: la división de la tribu en secciones, el sistema de las relaciones matrimoniales admisibles, las normas para la educación de la juventud, que entre los salvajes del Pacífico tienen principalmente lugar en las llamadas cabañas largas, el tratamiento de los ancianos y de los recién nacidos; y, en fin, medidas preventivas contra los conflictos agudos, por ejemplo, contra los actos de violencia dentro del clan o entre varias tribus; y, sobre todo, reglas especiales para el caso en que el conflicto amenace una guerra. Sobre este terreno, como ha establecido el profesor belga Ernesto Nys, se elaboraron más tarde los comienzos del derecho internacional.

Finalmente, una tercera categoría de normas estrictamente observadas son las que conciernen a las supersticiones y ritos religiosos en su relación con las estaciones del año, con la caza, las migraciones, etc.

Los ancianos de cada tribu pueden contestar a las más diversas preguntas que se les hagan sobre estas cuestiones. Naturalmente ocurre con frecuencia que las contestaciones no son idénticas en las varias tribus, a causa de la diferencia de los ritos. Pero lo importante es que cada clan o tribu, aun aquellas cuyo nivel de desarrollo es extremadamente bajo, poseen ya un sistema de ética propio y muy complicado; un criterio propio de lo moral y de lo inmoral.

Los fundamentos de esta moral residen en el sentimiento de sociabilidad, en la necesidad de la ayuda mutua que se desarrolla entre todos los animales comunicativos, y más tarde, en las sociedades humanas primitivas. Y es muy natural que entre los hombres, gracias al don de la palabra, que favorecía el desarrollo de la memoria y la creación de las leyendas, las normas elaboradas de la moral fueran mucho más complicadas que entre los animales.

Con la aparición de la religión, aun en sus formas más rudas, penetró en la ética humana un nuevo elemento que vino a prestarle cierta estabilidad primero, y más tarde, un carácter espiritual unido a cierto grado de idealismo.
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