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H. Taine entendía que el hombre que había emitido un texto, su autor, figuraba como el objetivo último del estudio de sus obras, junto a su época, y así lo deja escrito en el Prólogo a su importante Historia de la Literatura inglesa.
El método positivista aunó diferentes dominios humanísticos en torno al dato en el suceder histórico como reflejo del hombre y de su cultura. Su ambición era, por otra parte, la de evitar el juicio subjetivo del intérprete o crítico y acercar la investigación a los métodos imperantes en las ciencias naturales ocupadas en la empiricidad demostrable del dato positivo. Los estudios literarios en las universidades europeas vieron la hegemonía del método histórico-literario, que en el programa de G. Lanson quería evitar cualquier prejuicio estético y postulaba un método de investigación empírica de las individualidades. El punto de vista era fundamentalmente genético-individual y la Historia de la literatura un sucederse de autores agrupados en grandes períodos históricos.
El siglo XX se inicia con un profundo cambio que, en las llamadas por W. Dilthey ciencias del espíritu, supondría la quiebra del positivismo y que para la teoría literaria significó la ambición por conseguir un estatuto científico propio. Los formalistas rusos, movimiento de jóvenes filólogos en quienes fraguan esas inquietudes de renovación metodológica, plantearon hacia 1915 la posibilidad y la necesidad de contemplar la literatura y sus textos, no como documentos individuales para el uso histórico, psicológico o sociológico, sino como objetos de una ciencia -que algunos de ellos llamaron poética-, recuperando así el viejo brote aristotélico susceptible de delimitar un objeto y un método propios, específicos.
Tal ciencia indagaría desde un punto de vista general y con ambición universalizadora no éste o aquel texto particular, sino las propiedades comunes a todas las manifestaciones literarias. ¿Por qué llamamos literarios a determinados textos? ¿Qué contienen o qué rasgos sirven para agruparlos y distinguirlos de otras manifestaciones verbales no literarias? La gran fortuna de los formalistas y su proyección sobre toda la teoría del siglo XX obedece a que fueron, junto con la estilística, quienes mejor formularon la necesidad de una teoría, de una ciencia de la literatura.
Pero, los formalistas rusos no fueron conocidos en Occidente hasta mucho después. Fue la publicación del fundamental libro de V. Erlich [1955]9 y de las antologías de T. Todorov [1965]10 y de I. Ambroggio, las que dieron a conocer este movimiento en EE.UU. y en Europa, y fue el llamado neoformalismo francés, estructuralista, el que proyectó y difundió sus ideas. Desde entonces la teoría literaria no sólo ha conseguido un perfil propio, sino que ha crecido notablemente en los ámbitos intelectuales.
El siglo XX, por tanto, tiene para la teoría literaria una importancia singular porque es el siglo de su constitución como ciencia autónoma, desgajada del tronco de la estética, en que vivió albergada, y porque es el siglo en que obtiene su mayor desarrollo por el número ingente de libros y revistas especializadas dedicados a ella.
Previamente al estudio de las diferentes escuelas y movimientos de la teoría literaria conviene dibujar un mapa más general de su contexto intelectual que pueda explicar al mismo tiempo algunas de las causas de lo abigarrado de sus distintas tendencias y escuelas. Porque la teoría literaria del siglo XX nace en un amplio contexto epistemológico que permitió el desarrollo especializado de diferentes saberes humanísticos, vinculándose cada uno de ellos a un discurso científico particular.
El nacimiento de la literatura como objeto que se pretende de una teoría y una ciencia propias discurre paralelo a la constitución de la lingüística, de la sociología, del psicoanálisis, de la antropología, la semiótica, etc. Y cada uno de estos dominios ha influido notablemente sobre la teoría literaria, de modo que el constante sucederse de escuelas teóricas y corrientes críticas muchas veces ha obedecido al predominio o punto de gravitación mayor que cualquiera de esas ciencias ha ejercido en un momento dado.
Tanto es así que no se podría entender con claridad la historia de la teoría literaria de nuestro siglo sin su relación con, al menos, cuatro grandes sistemas de pensamiento: la fenomenología (que a su vez se proyecta sobre la lingüística), la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis. Por ello la historia de esta disciplina en nuestro siglo ha sido una constante ambición de especificidad teórica y la comprobación, también constante, de la imposibilidad de constituir un objeto -el literario- que fuese independiente del discurso teórico que lo reclama, evoca o define.
Sería vano buscar una evolución lineal y en series evolutivas de la teoría literaria de nuestro siglo. Su perfil es quebrado, ha sufrido vaivenes, recuperaciones de teóricos olvidados que se han reivindicado muy posteriormente (como es el caso de Mukarovsky, de Bajtin o de los propios formalistas rusos). No es posible, por consiguiente, escribir una historia lineal y sucesiva de nuestro siglo por pasos sólo cronológicos, sino más bien por movimientos, tendencias o corrientes, muy relacionados y muchas veces deudores de los cambios de puntos de mira sufridos por las diferentes epistemologías y fundamentos filosóficos de cada escuela.
El perfil quebrado y lleno de rupturas de la evolución histórica de la teoría en nuestro siglo obedece, además, al desarrollo de una doble tensión dialéctica. Primeramente, la dialéctica especificidad/universalidad que vienen sufriendo todas las ciencias humanas y que afecta a la legitimidad del propio discurso. ¿Es posible una teoría literaria, una ciencia específica, diferente y separada de la sociología, el psicoanálisis, la semiótica, la antropología, etc.? Cada uno de estos saberes, en su propio desarrollo, ha ido tendiendo puentes hacia los demás a medida que emergían las insuficiencias explicativas de cada disciplina, necesitada de constantes apoyos.
Cuando la teoría literaria, aliada al tronco de la lingüística, creyó encontrar seguros asideros en una poética formal, vivió una crisis especialmente cruenta de especialización, que afectó a su terminología, a menudo críptica, y hubo de reconocerse finalmente rebasada por la realidad misma de la interpretación y los problemas del significado. El espejismo de una sola ciencia, ligada a un método único para un objeto verbal, había sido necesario en su momento; pero, insuficiente para explicar la compleja naturaleza de los textos literarios, vinculados a diversos y múltiples códigos. Hoy todos reconocen que la teoría literaria es un campo de estudios necesariamente pluralista y con vocación interdisciplinar [Booth, 1979; Villanueva, 1991: 32-36].11 Conseguir saberlo ha costado sucesivas crisis que ahora veremos.
Bibliografía
* Curso de teoría de la literatura, Madrid, Taurus, 1994
El método positivista aunó diferentes dominios humanísticos en torno al dato en el suceder histórico como reflejo del hombre y de su cultura. Su ambición era, por otra parte, la de evitar el juicio subjetivo del intérprete o crítico y acercar la investigación a los métodos imperantes en las ciencias naturales ocupadas en la empiricidad demostrable del dato positivo. Los estudios literarios en las universidades europeas vieron la hegemonía del método histórico-literario, que en el programa de G. Lanson quería evitar cualquier prejuicio estético y postulaba un método de investigación empírica de las individualidades. El punto de vista era fundamentalmente genético-individual y la Historia de la literatura un sucederse de autores agrupados en grandes períodos históricos.
El siglo XX se inicia con un profundo cambio que, en las llamadas por W. Dilthey ciencias del espíritu, supondría la quiebra del positivismo y que para la teoría literaria significó la ambición por conseguir un estatuto científico propio. Los formalistas rusos, movimiento de jóvenes filólogos en quienes fraguan esas inquietudes de renovación metodológica, plantearon hacia 1915 la posibilidad y la necesidad de contemplar la literatura y sus textos, no como documentos individuales para el uso histórico, psicológico o sociológico, sino como objetos de una ciencia -que algunos de ellos llamaron poética-, recuperando así el viejo brote aristotélico susceptible de delimitar un objeto y un método propios, específicos.
Tal ciencia indagaría desde un punto de vista general y con ambición universalizadora no éste o aquel texto particular, sino las propiedades comunes a todas las manifestaciones literarias. ¿Por qué llamamos literarios a determinados textos? ¿Qué contienen o qué rasgos sirven para agruparlos y distinguirlos de otras manifestaciones verbales no literarias? La gran fortuna de los formalistas y su proyección sobre toda la teoría del siglo XX obedece a que fueron, junto con la estilística, quienes mejor formularon la necesidad de una teoría, de una ciencia de la literatura.
Pero, los formalistas rusos no fueron conocidos en Occidente hasta mucho después. Fue la publicación del fundamental libro de V. Erlich [1955]9 y de las antologías de T. Todorov [1965]10 y de I. Ambroggio, las que dieron a conocer este movimiento en EE.UU. y en Europa, y fue el llamado neoformalismo francés, estructuralista, el que proyectó y difundió sus ideas. Desde entonces la teoría literaria no sólo ha conseguido un perfil propio, sino que ha crecido notablemente en los ámbitos intelectuales.
El siglo XX, por tanto, tiene para la teoría literaria una importancia singular porque es el siglo de su constitución como ciencia autónoma, desgajada del tronco de la estética, en que vivió albergada, y porque es el siglo en que obtiene su mayor desarrollo por el número ingente de libros y revistas especializadas dedicados a ella.
Previamente al estudio de las diferentes escuelas y movimientos de la teoría literaria conviene dibujar un mapa más general de su contexto intelectual que pueda explicar al mismo tiempo algunas de las causas de lo abigarrado de sus distintas tendencias y escuelas. Porque la teoría literaria del siglo XX nace en un amplio contexto epistemológico que permitió el desarrollo especializado de diferentes saberes humanísticos, vinculándose cada uno de ellos a un discurso científico particular.
El nacimiento de la literatura como objeto que se pretende de una teoría y una ciencia propias discurre paralelo a la constitución de la lingüística, de la sociología, del psicoanálisis, de la antropología, la semiótica, etc. Y cada uno de estos dominios ha influido notablemente sobre la teoría literaria, de modo que el constante sucederse de escuelas teóricas y corrientes críticas muchas veces ha obedecido al predominio o punto de gravitación mayor que cualquiera de esas ciencias ha ejercido en un momento dado.
Tanto es así que no se podría entender con claridad la historia de la teoría literaria de nuestro siglo sin su relación con, al menos, cuatro grandes sistemas de pensamiento: la fenomenología (que a su vez se proyecta sobre la lingüística), la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis. Por ello la historia de esta disciplina en nuestro siglo ha sido una constante ambición de especificidad teórica y la comprobación, también constante, de la imposibilidad de constituir un objeto -el literario- que fuese independiente del discurso teórico que lo reclama, evoca o define.
Sería vano buscar una evolución lineal y en series evolutivas de la teoría literaria de nuestro siglo. Su perfil es quebrado, ha sufrido vaivenes, recuperaciones de teóricos olvidados que se han reivindicado muy posteriormente (como es el caso de Mukarovsky, de Bajtin o de los propios formalistas rusos). No es posible, por consiguiente, escribir una historia lineal y sucesiva de nuestro siglo por pasos sólo cronológicos, sino más bien por movimientos, tendencias o corrientes, muy relacionados y muchas veces deudores de los cambios de puntos de mira sufridos por las diferentes epistemologías y fundamentos filosóficos de cada escuela.
El perfil quebrado y lleno de rupturas de la evolución histórica de la teoría en nuestro siglo obedece, además, al desarrollo de una doble tensión dialéctica. Primeramente, la dialéctica especificidad/universalidad que vienen sufriendo todas las ciencias humanas y que afecta a la legitimidad del propio discurso. ¿Es posible una teoría literaria, una ciencia específica, diferente y separada de la sociología, el psicoanálisis, la semiótica, la antropología, etc.? Cada uno de estos saberes, en su propio desarrollo, ha ido tendiendo puentes hacia los demás a medida que emergían las insuficiencias explicativas de cada disciplina, necesitada de constantes apoyos.
Cuando la teoría literaria, aliada al tronco de la lingüística, creyó encontrar seguros asideros en una poética formal, vivió una crisis especialmente cruenta de especialización, que afectó a su terminología, a menudo críptica, y hubo de reconocerse finalmente rebasada por la realidad misma de la interpretación y los problemas del significado. El espejismo de una sola ciencia, ligada a un método único para un objeto verbal, había sido necesario en su momento; pero, insuficiente para explicar la compleja naturaleza de los textos literarios, vinculados a diversos y múltiples códigos. Hoy todos reconocen que la teoría literaria es un campo de estudios necesariamente pluralista y con vocación interdisciplinar [Booth, 1979; Villanueva, 1991: 32-36].11 Conseguir saberlo ha costado sucesivas crisis que ahora veremos.
Bibliografía
* Curso de teoría de la literatura, Madrid, Taurus, 1994