La cadenilla de la Virgen

Cuando lo dejó sobre el altar, el difunto fulgor de las candelas esplendió con fugitivas agujillas en las cuentecitas de oro. No la había visto nunca de ese modo: tan extraña y tan bella. ¿Sería que notaba por primera vez la encantadora atracción verde de la esmeralda en el centro de la crucecilla?


Le dominaba un desasosiego extraño. “No debí apresurarme en hacerle esa promesa”. No se atrevió a levantar la mirada a lo alto del retablo. La sabía allí, azul y majestuosa, con su severa ternura abriendo los brazos.

Sintió súbitamente un vago temor, un estremecimiento mínimo. “Dios te salve, María, llena eres de gracia...”Hacía calor en el templo.

El vestido de una promesera apenas le llamó la atención cuando salía. Afuera, el sol lo ayudó a apresurar el paso para ganar la sombra fresca de un árbol.

La sed parecía aumentarle pesadamente el cansancio. Pidió de beber a una alojera, viejecita y desdentada, que se la sirvió introduciendo el recipiente y el dedo- en el líquido dulce y colorado.

- Reipota-pa “yelo”

El “yelo” hizo desbordar el vaso.

El ardor de la sed le obligó a beber el refresco a grandes sorbos agitados.

- Re ye serviséve- pa, che ama.

No aceptó.

El gentío llenaba de bullicio la pequeña ciudad. Del lado de la plaza, los tenderetes de vendedores ocasionales y ambulantes desbordaban de baratijas coloridas. Todas llevaban, con titubeante caligrafía, la frase “Recuerdo de Caacupé”.

Su inquieto desasosiego no la había abandonado. No se hallaba tranquila como se había imaginado y había escuchado decir luego de cumplir con su promesa a la Virgen.

¿Habría obrado bien en entregar su cadenilla? Cuando lo prometió, cinco meses atrás, no había pensado en ello.
La presencia de su madre hizo que vuelva a sentir un vago, difuso temor.

La palidez de su rostro era la única huella que restaba de aquella enfermedad. ¿Y si volviese la dolencia? Se estremeció profundamente.
La voz de la viejecita sonó extraña.

- Mombyrygui reyu, che ama. Tupasy ko imarangatu ha ikatuiva.

Su madre dialogaba con ella. Sencillas palabras ocasionales. Poco después el coloquio se volvió íntimo, vivo. La agradecida y fervorosa felicidad de la madre desbordada en un relato ardoroso.

Notó los ojos profundos de la viejecita. Tenían un brillo límpido, sonriente. Su mirada caía sobre ella y la penetraba como un delgadísimo hilo de fuego. Su desasosiego creció.

Se asustó al comprobar que el brillo de esos ojos le pareció tener, fugazmente, la misma intensidad que de la esmeralda de la crucecita. Un vivo impulso de correr al templo e hincarse ante la pequeña imagen hizo latir su corazón.

Sofocó el deseo posando distraída mirada sobre el fluir incesante en la multitud. El extravagante sombrero de una “caté” le provocó una irritación sin motivo. Luego se llevó la mano al cabello al observar la mirada insistente de un hombre.

Volvió a sentirse cansada. El malestar creciente de las rodillas y en los pies le trajo al recuerdo la subida al cerro de aquellos promeseros con grandes piedras en la cabeza. Se levantó. El cielo estaba limpio y puro y el sol, triunfal, caía esplendoroso.

Mediodía.

El ómnibus venía atestado. Sombreros, cintajos, cacharros malamente coloreados, chipas... Intermitentes murmullos y silencios largos, fatigados. No faltaría mucho para que llegaran.

- La Virgen es muy milagrosa...

- En su día es imposible entrar en la iglesia...

- El calor está fuerte.

- Fuerte...

Eso le hizo observar los rostros requemados, enrojecidos. Recordó las palabras de la viejecita. “Tupasy ko imarangatu ha ikatuiva”. Se le escapó una frase terrible, inaudible:

- La Virgen es muy pedigüeña, no más...

La noche estaba tibia cuando llegaron a la casa. La carreta que la debió esperar, no estuvo. El arenoso camino y tan largo había fatigado en extremo a su madre. La anciana se sentía débil y su palidez era intensa.

Cuando entraron al dormitorio, el grito resonó largamente en la soledad en sombras de la noche.

La vela iluminaba tenuemente la cadenilla y el ojo de esmeralda colgaba de la cabecera de la cama.
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