Cargando...
), y surge en primer lugar la idea social de contar con penas absolutas, como la pena de muerte, en cualquiera de sus formas: fusilamiento, hoguera o la cadena perpetua, cuya implementación se está promocionando últimamente. Con base en ello, considero que por lo general se cree que el derecho penal, como la ley penal en concreto, se circunscribe solamente a crímenes horrendos y a criminales que deben sacarse de "circulación social".
Claro, este repudio social siempre viene alimentado de agoreros, que culpan especialmente a la inocuidad de las leyes como causas de hechos tan horrendos; el discurso siempre populista que hay que endurecer las penas.
Cada tanto esto ocurre, y aparece lo que un autorizado penalista argentino denominó "el embuste de las etiquetas".
En ese contexto, expondré sobre el marco jurídico vigente, sin entrar a profundizar mi pensamiento en cuanto a la necesidad y pertinencia de las penas absolutas, excepto algunos apuntes concisos al respecto.
La finalidad de las penas. Constitución Nacional. Doctrina
La Constitución Nacional, en su artículo 20, establece claramente que las penas privativas de libertad tendrán por objeto la "readaptación social de los condenados y la protección de la sociedad".
En el mismo sentido prescriben el Pacto de San José de Costa Rica y el Código Penal vigente, que en su artículo 3º reza: "Las sanciones penales tendrán por objeto la protección de los bienes jurídicos y la readaptación del autor a una vida sin delinquir".
Huelga recordar que los reiterados deseos de la "pena de muerte", obviamente, están fuera del orden jurídico vigente, por imperio de la Ley Suprema, por lo que últimamente, cuando aparecieron crímenes tan detestables, surgió la idea de poner en vigencia la "cadena perpetua", modificando la ley penal.
La modificación de la ley penal no tendría problemas si se deroga por otra nueva ley, como recientemente ocurrió con la ley modificatoria. En cuanto a las penas, tampoco habría obstáculos, pues se trataría de una disposición meramente legislativa; sin embargo, cuando la misma Constitución Nacional descarta una pena absoluta, como la de muerte, cabe también analizar si ello abarca a otras penas de igual determinación, como la prisión perpetua.
En primer lugar, debemos entender que la Constitución Nacional establece que la Nación paraguaya se basa en un "Estado social de derecho".
Entonces, si ya el Derecho Penal liberal permitió atribuir a la pena una función de prevención como de retribución, según se concibiese al servicio del hombre empírico o del hombre ideal, el Derecho Penal del Estado social no puede sino conferir a la pena la función de prevención.
Durante la vigencia del Derecho Penal liberal, reitero, se atribuyó a la pena tanto una función de prevención de delitos como de retribución por el mal cometido.
Ello se fundamenta en el mismo Estado y del Derecho liberales, ilustrados en el Contrato Social (J. J. Rouseau), concebido como pacto que los hombres suscriben por razones de utilidad, y conducía a asignar a la pena la función utilitaria de protección de la sociedad, a través de la prevención de hechos punibles.
Fueron dos, en mi opinión, los máximos exponentes de la filosofía liberal, Kant y Hegel, quienes quizás de la forma más pura y extrema defendieron una concepción absolutista de la pena como exigencia absoluta de la justicia.
La escuela positiva, emergente en la última tercera parte del siglo XIX, partió de la crítica a la ineficacia del Derecho Penal liberal o clásico para atajar el delito. De ahí la aparición de las medidas de seguridad, como una suerte de vía científica de remoción de las causas del delito.
Nuestra Constitución actual consagra en gran parte principios de la concepción del Estado Liberal y el Estado Social. Esto, apoyado en exégetas de la historia del Derecho Penal, en cuyos textos vemos el avance sobre el tratamiento al delincuente y las reacciones filosóficas como efectivas de los Estados, y específicamente sobre la utilidad que atribuían a la "función y finalidad de la pena".
En un Estado social y de derecho se debe respetar, en primer lugar, el principio de legalidad, como fundamento mismo de una democracia que se precia en seguir adaptando sus actos de autoridad por las reglas fijadas en el contrato social, que para nosotros constituye la Constitución Nacional.
No debe perderse de vista que gobiernos dictatoriales, especialmente de Latinoamérica, siempre utilizaron al Derecho Penal, y especialmente la ley penal, junto con las penas, como un instrumento más de perversión y abuso de poder, que en largas décadas de ignominia de ninguna manera lograron disminuir, y mucho menos evitar crímenes horrendos, que en ciertos casos trataban de paliar dando un ejemplar castigo al delincuente, buscando con ello aplacar la indignación de la sociedad.
Sin embargo, hemos visto que la intolerancia del Estado en el trato con el delincuente, especialmente en la aplicación de penas absolutas, proyecta una naturaleza estatal y social tan similar a la del criminal; como también debe recordarse, especialmente en la época del absolutismo, que penas tan crueles y degradantes, como hoguera, descuartizamiento, etc., no morigeraron la aparición de otros crímenes.
Dice el profesor Zaffaroni (Manual de Derecho Penal. Parte General. Edición Ediar, 2005): "La inquisición europea y española, la Gestapo (policía secreta del estado nazi), la KGB soviética, las policías de todas las dictaduras del mundo, incluyendo por supuesto las de seguridad nacional latinoamericanas de los setenta, los ejércitos degradados a policías políticas y sociales, las policías corruptas por los políticos y las asociaciones criminales, las mafias asociadas a políticos y policías, y los escuadrones de la muerte, mataron a muchas más personas que todos los homicidas individuales del mundo, y lo han hecho con mucha mayor crueldad: violaron y secuestraron en escala masiva, tomaron como botín incontables propiedades, extorsionaron, torturaron, apuntalaron políticas económicas que devaluaron sin piedad los ahorros de pueblos enteros, han amenazado y matado a testigos, fusilan a múltiples ladronzuelos sin proceso alguno, han aterrorizado a muchas poblaciones. Y casi todo se hizo por obra de las agencias del sistema penal y en buena medida al amparo del discurso del pobre derecho Penal".
Estoy convencido de que cuestiones profundas de interés social, como los constantes aumentos de pena, debe ir acompañado de un profundo estudio y análisis desde el punto de vista jurídico, donde definitivamente entra a tallar la importancia del derecho penal como ciencia, y no tratar al derecho penal como un simple apéndice de legitimar el poder punitivo.
Nuestra historia enseña que a lo largo de la vigencia del Código Penal de Teodosio González, que contenía en sus normas la pena de muerte, solo dos veces se ha ejecutado, a pesar de que en su casi centenaria vigencia ocurrieron crímenes tan horrendos que conmocionaron al sentimiento social y político.
Sin embargo, a pesar de la pena de muerte, que como espada se yergue sobre el potencial delincuente, han aparecido tantos crímenes que sustancialmente fueron modificándose las penas de cada delito.
Basta citar los delitos de violación y de robo de vehículos, Recordará la sociedad en la década de los noventa ocurrieron tantos crímenes por hurto de vehículos, numerosos de ellos teñidos en sangre de las víctimas, para posteriormente aparecer una ley totalmente inmoral como indignante de legalizar o blanquear centenares de miles de vehículos en total estado irregular, muchos de ellos producto de asesinatos y alevosos asaltos.
Tampoco debe obviarse que en los ochenta apareció la "ley antidrogas", que tiene penas similares a las de un asesinato, y aun así no disminuyó esa clase de ilicitud; al contrario, esta mafia constituye una asociación criminal tan poderosa hoy día, que maneja muchos aspectos de la sociedad, así como en las cárceles; otro ejemplo más de que el endurecimiento de las penas, aisladas y fuera de una verdadera política criminal, no contribuye en nada a nuestra sociedad.
De ahí la importancia que la función de la pena vaya acompañada de una madurez social y política, para darle un sentido social y cultural al mismo. No olvidemos que en el Código de Teodosio González, junto con la pena de muerte, existía la pena de prisión por treinta años.
Conclusión.
Resulta absolutamente inaplicable en nuestro país las penas absolutas: en primer lugar, la cadena perpetua, ya que la Constitución Nacional impone como fin de la pena privativa de libertad, a la par de la protección de la sociedad, la readaptación o rehabilitación del condenado, por lo que ambos fines deben cumplirse coetáneamente durante su ejecución, estando, por tanto, fuera del principio constitucional una pena tan absoluta como la prisión perpetua, ya que ella mutilaría uno de esos principios que tan determinantemente establece la ley suprema, sin obviar que la República del Paraguay ratificó el Pacto de San José de Costa Rica, que también acoge como uno de sus principios rectores.
Con base en ello, también una pena privativa de libertad excesiva sería inconstitucional, por las mismas razones reseñadas en el parágrafo anterior.
O sea, aumentar ahora la pena de treinta años, categóricamente importaría por parte de los legisladores un análisis sobre su pertinencia constitucional, junto con el citado Pacto de San José de Costa Rica.
Hay que dejar de ensayar ideas fuera de lo que la ciencia del derecho penal enseña, apoyado en su larga historia y reforzado con especialistas actuales.
El Código Penal actual está en vigencia desde hace trece años, En principio tenía una pena máxima de veinticinco años, por lo que aún no tenemos la experiencia que condenados a esa pena máxima hayan salido sin ser rehabilitados o readaptados.
Por tanto, no podemos decir, y mucho menos afirmar, que dicha figura penal resulta un fracaso.
Al contrario, hemos visto que agentes del poder punitivo (fiscales, jueces, así como de persecución penal, policías, etc.) han aplicado negligentemente las leyes penales, y ello sí contribuye a una idea de impunidad e inutilidad del sistema penal.
También hemos visto que nuestras cárceles sirven más bien como aguantaderas de mafias, que en mayoría se dedican a extorsionar a zonas urbanas, y ello si contagia un ambiente de inseguridad a la población.
Convengamos en que, por ejemplo, si todos los condenados a penas mayores de diez años vayan a una cárcel de máxima seguridad a la frontera con Bolivia, en donde se aplique estrictamente la prohibición del uso de celulares, que tengan un trabajo digno para su readaptación, cursos, visitas estrictas, etc; ahí la pena máxima, inclusive la de veinticinco años, tendría mayor eficacia (a la par, daría mayor presencia de la soberanía nacional en esos lugares), diferente a una cadena perpetua en una cárcel cerca de una zona urbana, donde impera la mafia interna del alcohol, la droga, en contacto permanente con los miembros de su banda que opera afuera, las visitas a placer de doncellas, así como otros menesteres, donde ninguna pena absoluta tendrá no solo eficacia, sino como hasta ahora, sin ningún sentido.
Dejemos de vender el cuento de que el aumento de las penas, así como la necesidad de las penas absolutas (cadena perpetua o pena de muerte), será la panacea que necesita esta nación para acabar con la criminalidad.
Combatir la criminalidad y la inseguridad implica una política criminal amplia y acabada, donde las penas constituyen solo una de las diez patas de una mesa tan larga, donde hasta el modo cultural de corrupción influyen como causa de aparición de crímenes.
En tanto, terminemos con el "embuste de las etiquetas" de que se debe cambiar la ley penal y poner en vigencia la cadena perpetua.
En primer lugar, resulta inconstitucional, y ello implica que antes debe modificarse la norma de la Ley Suprema, y simultáneamente tener en cuenta la renuncia al Pacto de San José de Costa Rica, y, en segundo lugar, que nunca una pena constituye un factor de intimidación, que con su sola vigencia aplacará la aparición de crímenes, y mucho menos evitarlo.
* G. Profesor de Derecho Penal de las Facultades de Derecho de la UNA, de Asunción y Cnel Oviedo; miembro del Instituto de Ciencias Penales y Sociales; con especialización en materia penal a nivel nacional y en la Rca. Argentina; agente fiscal penal; director jurídico del Ministerio del Interior.
Claro, este repudio social siempre viene alimentado de agoreros, que culpan especialmente a la inocuidad de las leyes como causas de hechos tan horrendos; el discurso siempre populista que hay que endurecer las penas.
Cada tanto esto ocurre, y aparece lo que un autorizado penalista argentino denominó "el embuste de las etiquetas".
En ese contexto, expondré sobre el marco jurídico vigente, sin entrar a profundizar mi pensamiento en cuanto a la necesidad y pertinencia de las penas absolutas, excepto algunos apuntes concisos al respecto.
La finalidad de las penas. Constitución Nacional. Doctrina
La Constitución Nacional, en su artículo 20, establece claramente que las penas privativas de libertad tendrán por objeto la "readaptación social de los condenados y la protección de la sociedad".
En el mismo sentido prescriben el Pacto de San José de Costa Rica y el Código Penal vigente, que en su artículo 3º reza: "Las sanciones penales tendrán por objeto la protección de los bienes jurídicos y la readaptación del autor a una vida sin delinquir".
Huelga recordar que los reiterados deseos de la "pena de muerte", obviamente, están fuera del orden jurídico vigente, por imperio de la Ley Suprema, por lo que últimamente, cuando aparecieron crímenes tan detestables, surgió la idea de poner en vigencia la "cadena perpetua", modificando la ley penal.
La modificación de la ley penal no tendría problemas si se deroga por otra nueva ley, como recientemente ocurrió con la ley modificatoria. En cuanto a las penas, tampoco habría obstáculos, pues se trataría de una disposición meramente legislativa; sin embargo, cuando la misma Constitución Nacional descarta una pena absoluta, como la de muerte, cabe también analizar si ello abarca a otras penas de igual determinación, como la prisión perpetua.
En primer lugar, debemos entender que la Constitución Nacional establece que la Nación paraguaya se basa en un "Estado social de derecho".
Entonces, si ya el Derecho Penal liberal permitió atribuir a la pena una función de prevención como de retribución, según se concibiese al servicio del hombre empírico o del hombre ideal, el Derecho Penal del Estado social no puede sino conferir a la pena la función de prevención.
Durante la vigencia del Derecho Penal liberal, reitero, se atribuyó a la pena tanto una función de prevención de delitos como de retribución por el mal cometido.
Ello se fundamenta en el mismo Estado y del Derecho liberales, ilustrados en el Contrato Social (J. J. Rouseau), concebido como pacto que los hombres suscriben por razones de utilidad, y conducía a asignar a la pena la función utilitaria de protección de la sociedad, a través de la prevención de hechos punibles.
Fueron dos, en mi opinión, los máximos exponentes de la filosofía liberal, Kant y Hegel, quienes quizás de la forma más pura y extrema defendieron una concepción absolutista de la pena como exigencia absoluta de la justicia.
La escuela positiva, emergente en la última tercera parte del siglo XIX, partió de la crítica a la ineficacia del Derecho Penal liberal o clásico para atajar el delito. De ahí la aparición de las medidas de seguridad, como una suerte de vía científica de remoción de las causas del delito.
Nuestra Constitución actual consagra en gran parte principios de la concepción del Estado Liberal y el Estado Social. Esto, apoyado en exégetas de la historia del Derecho Penal, en cuyos textos vemos el avance sobre el tratamiento al delincuente y las reacciones filosóficas como efectivas de los Estados, y específicamente sobre la utilidad que atribuían a la "función y finalidad de la pena".
En un Estado social y de derecho se debe respetar, en primer lugar, el principio de legalidad, como fundamento mismo de una democracia que se precia en seguir adaptando sus actos de autoridad por las reglas fijadas en el contrato social, que para nosotros constituye la Constitución Nacional.
No debe perderse de vista que gobiernos dictatoriales, especialmente de Latinoamérica, siempre utilizaron al Derecho Penal, y especialmente la ley penal, junto con las penas, como un instrumento más de perversión y abuso de poder, que en largas décadas de ignominia de ninguna manera lograron disminuir, y mucho menos evitar crímenes horrendos, que en ciertos casos trataban de paliar dando un ejemplar castigo al delincuente, buscando con ello aplacar la indignación de la sociedad.
Sin embargo, hemos visto que la intolerancia del Estado en el trato con el delincuente, especialmente en la aplicación de penas absolutas, proyecta una naturaleza estatal y social tan similar a la del criminal; como también debe recordarse, especialmente en la época del absolutismo, que penas tan crueles y degradantes, como hoguera, descuartizamiento, etc., no morigeraron la aparición de otros crímenes.
Dice el profesor Zaffaroni (Manual de Derecho Penal. Parte General. Edición Ediar, 2005): "La inquisición europea y española, la Gestapo (policía secreta del estado nazi), la KGB soviética, las policías de todas las dictaduras del mundo, incluyendo por supuesto las de seguridad nacional latinoamericanas de los setenta, los ejércitos degradados a policías políticas y sociales, las policías corruptas por los políticos y las asociaciones criminales, las mafias asociadas a políticos y policías, y los escuadrones de la muerte, mataron a muchas más personas que todos los homicidas individuales del mundo, y lo han hecho con mucha mayor crueldad: violaron y secuestraron en escala masiva, tomaron como botín incontables propiedades, extorsionaron, torturaron, apuntalaron políticas económicas que devaluaron sin piedad los ahorros de pueblos enteros, han amenazado y matado a testigos, fusilan a múltiples ladronzuelos sin proceso alguno, han aterrorizado a muchas poblaciones. Y casi todo se hizo por obra de las agencias del sistema penal y en buena medida al amparo del discurso del pobre derecho Penal".
Estoy convencido de que cuestiones profundas de interés social, como los constantes aumentos de pena, debe ir acompañado de un profundo estudio y análisis desde el punto de vista jurídico, donde definitivamente entra a tallar la importancia del derecho penal como ciencia, y no tratar al derecho penal como un simple apéndice de legitimar el poder punitivo.
Nuestra historia enseña que a lo largo de la vigencia del Código Penal de Teodosio González, que contenía en sus normas la pena de muerte, solo dos veces se ha ejecutado, a pesar de que en su casi centenaria vigencia ocurrieron crímenes tan horrendos que conmocionaron al sentimiento social y político.
Sin embargo, a pesar de la pena de muerte, que como espada se yergue sobre el potencial delincuente, han aparecido tantos crímenes que sustancialmente fueron modificándose las penas de cada delito.
Basta citar los delitos de violación y de robo de vehículos, Recordará la sociedad en la década de los noventa ocurrieron tantos crímenes por hurto de vehículos, numerosos de ellos teñidos en sangre de las víctimas, para posteriormente aparecer una ley totalmente inmoral como indignante de legalizar o blanquear centenares de miles de vehículos en total estado irregular, muchos de ellos producto de asesinatos y alevosos asaltos.
Tampoco debe obviarse que en los ochenta apareció la "ley antidrogas", que tiene penas similares a las de un asesinato, y aun así no disminuyó esa clase de ilicitud; al contrario, esta mafia constituye una asociación criminal tan poderosa hoy día, que maneja muchos aspectos de la sociedad, así como en las cárceles; otro ejemplo más de que el endurecimiento de las penas, aisladas y fuera de una verdadera política criminal, no contribuye en nada a nuestra sociedad.
De ahí la importancia que la función de la pena vaya acompañada de una madurez social y política, para darle un sentido social y cultural al mismo. No olvidemos que en el Código de Teodosio González, junto con la pena de muerte, existía la pena de prisión por treinta años.
Conclusión.
Resulta absolutamente inaplicable en nuestro país las penas absolutas: en primer lugar, la cadena perpetua, ya que la Constitución Nacional impone como fin de la pena privativa de libertad, a la par de la protección de la sociedad, la readaptación o rehabilitación del condenado, por lo que ambos fines deben cumplirse coetáneamente durante su ejecución, estando, por tanto, fuera del principio constitucional una pena tan absoluta como la prisión perpetua, ya que ella mutilaría uno de esos principios que tan determinantemente establece la ley suprema, sin obviar que la República del Paraguay ratificó el Pacto de San José de Costa Rica, que también acoge como uno de sus principios rectores.
Con base en ello, también una pena privativa de libertad excesiva sería inconstitucional, por las mismas razones reseñadas en el parágrafo anterior.
O sea, aumentar ahora la pena de treinta años, categóricamente importaría por parte de los legisladores un análisis sobre su pertinencia constitucional, junto con el citado Pacto de San José de Costa Rica.
Hay que dejar de ensayar ideas fuera de lo que la ciencia del derecho penal enseña, apoyado en su larga historia y reforzado con especialistas actuales.
El Código Penal actual está en vigencia desde hace trece años, En principio tenía una pena máxima de veinticinco años, por lo que aún no tenemos la experiencia que condenados a esa pena máxima hayan salido sin ser rehabilitados o readaptados.
Por tanto, no podemos decir, y mucho menos afirmar, que dicha figura penal resulta un fracaso.
Al contrario, hemos visto que agentes del poder punitivo (fiscales, jueces, así como de persecución penal, policías, etc.) han aplicado negligentemente las leyes penales, y ello sí contribuye a una idea de impunidad e inutilidad del sistema penal.
También hemos visto que nuestras cárceles sirven más bien como aguantaderas de mafias, que en mayoría se dedican a extorsionar a zonas urbanas, y ello si contagia un ambiente de inseguridad a la población.
Convengamos en que, por ejemplo, si todos los condenados a penas mayores de diez años vayan a una cárcel de máxima seguridad a la frontera con Bolivia, en donde se aplique estrictamente la prohibición del uso de celulares, que tengan un trabajo digno para su readaptación, cursos, visitas estrictas, etc; ahí la pena máxima, inclusive la de veinticinco años, tendría mayor eficacia (a la par, daría mayor presencia de la soberanía nacional en esos lugares), diferente a una cadena perpetua en una cárcel cerca de una zona urbana, donde impera la mafia interna del alcohol, la droga, en contacto permanente con los miembros de su banda que opera afuera, las visitas a placer de doncellas, así como otros menesteres, donde ninguna pena absoluta tendrá no solo eficacia, sino como hasta ahora, sin ningún sentido.
Dejemos de vender el cuento de que el aumento de las penas, así como la necesidad de las penas absolutas (cadena perpetua o pena de muerte), será la panacea que necesita esta nación para acabar con la criminalidad.
Combatir la criminalidad y la inseguridad implica una política criminal amplia y acabada, donde las penas constituyen solo una de las diez patas de una mesa tan larga, donde hasta el modo cultural de corrupción influyen como causa de aparición de crímenes.
En tanto, terminemos con el "embuste de las etiquetas" de que se debe cambiar la ley penal y poner en vigencia la cadena perpetua.
En primer lugar, resulta inconstitucional, y ello implica que antes debe modificarse la norma de la Ley Suprema, y simultáneamente tener en cuenta la renuncia al Pacto de San José de Costa Rica, y, en segundo lugar, que nunca una pena constituye un factor de intimidación, que con su sola vigencia aplacará la aparición de crímenes, y mucho menos evitarlo.
* G. Profesor de Derecho Penal de las Facultades de Derecho de la UNA, de Asunción y Cnel Oviedo; miembro del Instituto de Ciencias Penales y Sociales; con especialización en materia penal a nivel nacional y en la Rca. Argentina; agente fiscal penal; director jurídico del Ministerio del Interior.