John Locke y la religión

Antes del siglo XIX, los gobiernos de los principales países europeos y sus imperios coloniales alrededor del mundo daban por hecho que tenían tanto el derecho como la responsabilidad de controlar y dirigir las actividades económicas de sus dominados.

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Las tierras y las personas en estos países eran consideradas propiedad del rey o el príncipe, para usarlas o disponer de ellas de la forma en que consideraran más beneficioso para sus intereses. Siempre que el monarca pusiera interés en el bienestar inmediato de sus individuos, esto era sólo un medio necesario para el fin de su propio bien.

Así, el gobierno tenía una mano sobre la administración de todas las ciudades de su reino, grandes y chicas. Era consultado sobre todos los súbditos, y daba opiniones decididas sobre todo.

No había ni parlamentos, ni estados, ni gobernadores; nada más que una treintena de dueños de todas las respuestas, de quienes, en lo respectivo a las provincias, dependían enteramente el bienestar, la miseria, la necesidad o la abundancia.

Bajo el antiguo régimen, ni las ciudades, ni los pueblos, ni los asentamientos, ni las aldeas, sin importar cuán pequeños, ni los hospitales, iglesias, conventos, colegios podían ejercitar el libre albedrío en sus asuntos privados, o administrar su propiedad, como decidieran que fuera mejor.

CREDO Y TOLERANCIA

La más importante pregunta que enfrentó la sociedad del siglo XVII en Inglaterra fue qué política adoptar de acuerdo a aquellas personas que se negaban a atender los oficios religiosos de la Iglesia Anglicana. Era un problema político y legal sobre qué se debía hacer con quienes desobedecían la ley.

Hasta entonces el magistrado tenía la autoridad de juzgar sobre comportamientos privados; mas ¿de dónde le venía esa autoridad? En dicho escenario histórico aparece John Locke afirmando con tenacidad que los magistrados no tienen autoridad para interferir con las decisiones individuales de las personas, quienes eligen sus propios caminos a la salvación eterna.

Sostiene que las creencias religiosas y las prácticas para el credo religioso debían tener absoluta tolerancia. Niega, por tanto, que la libertad de culto degenere en libertinaje y rebelión, afirmando que muchos peores son las consecuencias nefastas que conlleva la persecución religiosa.

CONOCIMIENTO RACIONAL Y REVELADO

Súbitamente, la Iglesia Anglicana lanza una feroz represión contra los disidentes religiosos, desatando una verdadera caza de brujas que culminará con una quema y censura de libros, cientos de prisioneros y muchos rebeldes enjuiciados, torturados y asesinados.

Para la monarquía gobernante era intolerable pensar que los individuos podían ser vistos a los ojos de Dios como libres y responsables y, por lo tanto, que podían actuar según su libre albedrío.

Aquí comienza la lucha de John Locke: en la fundamentación del principio de libre credo religioso como derecho natural del individuo, el cual precedía y era independiente a la instauración de todo gobierno. El Estado, según Locke, tenía como fin, únicamente, proteger los intereses civiles de los ciudadanos y no interferir en sus creencias religiosas.

En esta cuestión está soterrado el tema central de la modernidad: la división entre conocimiento racional y conocimiento revelado, a la vez que se discute por primera vez la separación de la religión, del Estado, la relación entre derechos naturales y derechos civiles y los límites del poder del gobierno.

En este contexto, Locke comienza a escribir el Ensayo sobre el Conocimiento Humano, en el que defiende que el individuo puede pensar por sí mismo con la clarividencia que le presentan sus sentidos antes que “tragarse” todo lo que promulga la propaganda del poder eclesiástico.
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