Imagen tradicional de la mujer

No podemos comprender el movimiento feminista actual sin una mirada histórica retrospectiva. Numerosas investigaciones concuerdan en el señalamiento de una amplia gama de estereotipos sobre el género femenino y masculino.

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Estos estereotipos caracterizan a las mujeres como sensibles, intuitivas, incapaces de objetividad y control emocional, e inclinadas a realizar y mantener relaciones personales. A los hombres, en cambio, se les considera superiores en su capacidad de racionalidad y objetividad científica, y con una dotación natural para una orientación adecuada en relación con los demás. La mujer es la explotada y el objeto de abuso, y es incapaz de explotar a los demás debido a su “natural” debilidad y altruismo, aspectos que son, a su vez, su fuerza como esposa, madre y ama de casa. Por el contrario, al hombre le resulta fácil explotar y justificar este comportamiento en nombre de una ideología política y económica.


Estas mismas diferencias y características se atribuyen a muchas minorías étnicas, y forman una configuración de sumisión, pasividad, docilidad, dependencia, falta de iniciativa, inhabilidad para actuar, para decidir y para pensar. Son, en general, cualidades y características más infantiles que de adultos, y revelan inmadurez, debilidad e impotencia. Es más, si los subordinados adoptan estas características son considerados como “bien adaptados”.


Estos señalamientos ciertamente tienen con frecuencia el carácter de estereotipos; pero cuando pensamos en la explotación y opresión a que son sometidos algunos grupos de mujeres inmigrantes, discriminadas por su raza, etnia, nivel cultural y clase social, aspectos que, en algunos países del hemisferio Norte, evocan en seguida el pasado de esclavitud a que pertenecieron sus antepasados, vemos que no carecen en absoluto de una cierta dosis de verdad.


Lo más serio y agravante que encierra este modo de pensar, es que las características de raza, etnia, clase social y género de estas personas son consideradas como una desviación de la norma representada por el modelo de “varón blanco de clase media”.


El movimiento feminista

Hacia mediados del siglo XX, la participación de la mujer en el campo universitario era muy reducida. Eran pocas las carreras en que intervenían. Pero, poco a poco, fueron inscribiéndose en algunas de las carreras humanistas, luego también en otras de carácter científico y, finalmente, en casi todas por igual; es más, en varias carreras de las humanidades, como trabajo social, psicología, sociología y otras hay un claro predominio del género femenino.


Debido a este hecho, creció el número de mujeres profesionales, mujeres profesoras, mujeres investigadoras y, con ello, una visión diferente y alternativa de muchas realidades de nuestro mundo: primero de la salud femenina (ginecología, gravidez, maternidad, atención al recién nacido, etc.), después del cuidado de los niños en general, de los enfermos y de los ancianos, y, más tarde, de la educación, el trabajo social, la psicología y otras áreas en las cuales la sensibilidad femenina juega un rol. La toma de conciencia ha sido entendida y promovida en el sentido original de Paulo Freire, en su obra Pedagogía del oprimido (1974), es decir, como un aprender a percibir las contradicciones sociales, políticas y económicas, y a realizar acciones contra los elementos opresivos de la realidad. El logro de esta toma de conciencia exige, frecuentemente, la problematización de las situaciones conflictivas en que se vive, pues, de otra manera, quedarían solamente al nivel de una inconsciencia general.


Una epistemología feminista

Los investigadores feministas consideran al género como un principio organizador, que modela las condiciones de sus vidas. Igualmente, el movimiento feminista, en general, puede ser visto como una extensión o provincia de la orientación postmoderna. En efecto, la idea central que defiende el postmodernismo es la que sostiene que no podemos tener conocimientos generales y universales, generalizables, sobre nuestras realidades, que todos nuestros conocimientos son locales y temporales, del aquí y ahora, o, como lo expresa Geertz (1983, p. 4): “todo conocimiento es ineluctablemente local”, y Polanyi: “todo conocimiento es conocimiento personal”, y así titula su obra máxima: “Personal Knowledge”. (1958)

En esta orientación epistemológica se va poniendo el énfasis, y se va corriendo el acento del concepto de conocimiento preponderante.
Una metodología sensible a todo lo señalado hasta aquí y que lo aplique en la planificación de sus estrategias y en la elaboración y aplicación de sus procedimientos, una metodología “femenina” de la ciencia social, exige, además, que estos planteamientos epistemológicos y metodológicos sean descritos y discutidos no sólo al realizar una investigación “femenina”, sino también en la investigación social en general. La realidad básica que da soporte a una “metodología femenina” es el hecho fundamental de que sea la mujer la participante como investigadora, y también como objeto de la investigación. En efecto, es fácil comprender cómo la mujer, conociendo su propio cuerpo, sus problemas propios de salud, sus vivencias personales, familiares y sociales, está en mejores condiciones metodológicas que el hombre en general para comprender a otras mujeres y sus problemas; es más, esta situación se constata cuando, en muchas circunstancias, la mujer no hace caso a las recomendaciones de un doctor varón sobre ciertas áreas ginecológicas, aborto, control menstrual.


Siguiendo a María Mies, que trabajó especialmente en Alemania, y las expone detalladamente (1999, pp. 71-77):
El postulado de una investigación libre de valores, de neutralidad e indiferencia hacia los “objetos” de investigación, debe ser reemplazado por una parcialidad consciente, que se logra por medio de una identificación parcial con los objetos de la investigación. La parcialidad consciente es diferente del mero subjetivismo o de la simple empatía, ya que la identificación parcial crea una distancia crítica y dialéctica entre el investigador y sus “sujetos” de estudio.

La relación vertical entre el investigador y los “objetos de investigación”, la “visión desde arriba”, ha de ser reemplazada por la “visión desde abajo”. Esta es una consecuencia necesaria de la parcialidad consciente y de la reciprocidad. La investigación debe ser realizada para servir a los intereses de los grupos dominados, explotados y oprimidos, particularmente a la mujer, cuando lo es. La relación hombre-mujer representa uno de los ejemplos más antiguos de la visión desde arriba; por ello, la solicitud de una “visión desde abajo” sistemática posee tanto una dimensión científica como ético-política.


El “conocimiento de espectador”, contemplativo y no involucrado, ha de ser reemplazado por una participación activa en las acciones, movimientos y luchas de la emancipación de la mujer. No podemos contentarnos con reducir los estudios sobre la mujer a una pura tarea académica, restringida en la torre de marfil de ciertos institutos de investigación y universidades. Cuando se integran la investigación y la praxis, se logran unos resultados más ricos y, por ello, también más “verdaderos”.


La participación en las acciones y luchas sociales, y la integración de la investigación en estos procesos, implica además, que el cambio del status quo sea el punto de partida de una interrogante científica. Este enfoque sigue el lema: “si quieres conocer una realidad, trata de cambiarla”. En el caso, por ejemplo, de las mujeres explotadas y oprimidas, solamente entenderemos a fondo tal situación (su extensión, dimensiones, formas y causas) si tratamos de luchar para cambiarla.

El proceso de investigación debe convertirse en un proceso de “concienciación”, tanto para los científicos sociales que realizan la investigación como para los sujetos investigados, es decir, los grupos femeninos. Aquí se siguen las ideas de Paulo Freire (1974), que desarrolló esta orientación y la aplicó con su método de problematizar las situaciones, procesos y acciones que
-según él- no debían realizar los investigadores, cuyo trabajo consistiría no sólo en dar las herramientas al pueblo, sino que debían realizarlo las personas objeto de la opresión.


Yendo un poco más allá de Freire, habría que señalar que la concienciación colectiva de las mujeres por medio de la metodología problematizadora debería ir acompañada por el estudio de la historia individual y social de la mujer. En efecto, aunque las mujeres han hecho su historia (sus luchas, sufrimientos, sueños e ilusiones), en el pasado no se la han apropiado y hecho suficientemente suya como sujetos.


Las mujeres no pueden apropiarse de su propia historia a menos que comiencen a colectivizar sus propias experiencias. Los estudios de la mujer, por consiguiente, deben luchar por la superación del individualismo, la competitividad, el “profesionalismo” desmedido, como se ven en los académicos de género masculino. Esto las llevaría posiblemente a superar el aislamiento estructural dentro de sus familias, y a comprender que sus sufrimientos individuales tienen causas sociales.
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