Homenaje a Don Mario Halley Mora

En “Cuentos, microcuentos y anticuentos” se presentan sus escritos con la siguiente afirmación: “El universo narrativo del prolífico escritor encuentra el ámbito adecuado para poner de manifiesto su profundo conocimiento sobre el ser humano y sus circunstancias”.

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Este gran escritor no sólo tuvo el mérito de ser uno de los más prolíficos con que cuenta nuestra tierra, sino que supo despertar el interés y el gusto por la lectura, pues con palabras sencillas, pero llenas de verdad, captó tantos lectores, que es acertado y justo afirmar también que es uno de los narradores más leídos en el ámbito nacional.

Don Mario Halley Mora, con habilidad y destreza ha entrado en los corazones para presentar al ser humano (al paraguayo específicamente) en sus diferentes facetas: niño, adolescente, maduro, etc.

Recuerden el cuento “Recuerdo de Reyes” en donde sus protagonistas pelearon porque Juan Carlos defendía la idea de que los Reyes Magos existían y Robertí se burlaba de esa ingenuidad.

Su padre le da una explicación tan útil y tan vigente hasta para nuestros días: “A los que no creen no se les pega, se les enseña, pero si a pesar de ello no creen, se les perdona”.

¿Cómo olvidar el cuento “Perrito”? El tierno animal, compañero fiel del niño, quien se reencuentra con su amo en el cielo...

¿Y sus obras teatrales?; “Un rostro para Ana” presenta a la mujer en sus múltiples facetas. Y “Magdalena Servín”, mujer a quien la vida la llevó a la prostitución y luego se redime.

La realidad cotidiana es la materia prima que enmarca a sus personajes, con sus inquietudes, angustias, dudas, creencias, etc.

Evidentemente, Mario Halley Mora fue un observador incansable del ser humano; quien pudo captar con exactitud y perfección hasta los más recónditos lugares del alma y del corazón.

Don Mario Halley Mora se fue con la sencillez y humildad que lo caracterizaba. En una entrevista él afirmaba que no tenía obras preferidas, porque ellas representaban sus hijos y como tales, los quería a todos por igual.

Gracias, don Mario Halley Mora,... y con esta obra tuya te rendimos un sencillo, pero sincero agradecimiento por el aporte invaluable que has dejado a la cultura paraguaya y a la humanidad entera.

EL ENTIERRO

El acompañamiento fue espectacular. Al frente, la carroza fúnebre, barroca y negra, montada sobre un viejo Buick. Detrás, otra carroza, con esa carga triste de flores que no cantan a la vida, como debe
ser, si no acompañan a la muerte, como no habrían querido ser, si las flores pensaran.

El servicio religioso fue largo, punteado por los sollozos de la viuda. Y después, condujeron en hombros el catafalco, hasta el Panteón familiar.

Se iniciaron los discursos. El primero que habló, lo hizo en nombre del Partido. “Fue íntegro, intransigente con los principios, dio todo y no pidió nada. Podía haber escalado posiciones, pero prefirió la responsabilidad del combatiente...”.

Después, el orador siguiente lo hizo en nombre del gremio. “Y fue un ejemplo de conducta y honestidad. Con su talento, podía haber acumulado riquezas y fortunas, pero prefirió servir al pobre, de quien
aceptaba solo el honorario de una sonrisa de gratitud...”.

El tercer orador habló en nombre del Club, señalando que “quien se iba para siempre, era uno de los últimos pioneros del Deporte auténtico, del deporte por el deporte mismo. El Club perdía un hombre irreemplazable, un dirigente de selección, tal vez uno de los últimos idealistas en esta época de materialismo...”.

El siguiente orador representaba a la Academia, “a la que el compañero que partía había enriquecido con las luces de su talento, habiendo dejado la herencia inmortal de dos ensayos, un libro de poemas, y una novela aún inédita, que la Academia se aprestaba a editar, como un homenaje al compañero caído, y para honra de la literatura nacional...”.

Otro más agregó que “fue esposo amante y padre de familia ejemplar”. Y otro que “fue un auténtico patriota”. Y el último dijo que “dejaba con su vida, un ejemplo para las generaciones del porvenir...”.

Después, unos sepultureros forzudos, incrustaron el ataúd en el nicho. La puerta de hierro chirrió al cerrarse, y también el pobre corazón de la viuda, que lanzó un lamento dolorido y final. Y la gente comenzó a alejarse, de a poco, fatigada, leyendo de paso los nombres grabados en las viejas sepulturas.

Pero yo no me fui. Quedé solo, acompañando al viento que arrancaba pétalos de las flores marchitas de las coronas, mirando aquella puerta de hierro que se había cerrado, para decirle a mi amigo el discurso que no se dijo, o simplemente, la frase que se perdió en aquel matorral de lisonjas vacías que creció abonada por aquella obscura competencia oratoria.

Fuiste un hombre, Mario, sencillamente, un hombre. Todos los que estuvieron aquí, olvidarán mañana los discursos floridos. Pero yo no olvidaré tu vida claroscura. Mentira todo. No fuiste un prócer, fuiste mucho más, un hombre. Mario, un hombre de vida claroscura. Descansa en paz, hermano.
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