Greta Garbo: la divina ermitaña (parte final)

Personificó mejor que nadie a la estrella de cine misteriosa, intocable e inalcanzable de finales de los años 20 y mediados de los 30, y su leyenda permanece inalterable, subyugando hasta el día de hoy.

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Pese a que ya llevaba una buena cantidad de años en EE.UU., su marcado acento sueco no había perdido un ápice de intensidad, por lo que a los directivos de la MGM se les antojó un proyecto ideal para el traspaso al cine sonoro de la actriz.

Anna Christie (1930), según la novela de Eugene O’Neill sobre una joven en vías de reformarse tras un forzoso paso por el submundo de la prostitución, constituyó el primer vehículo sonoro ideal para Greta Garbo, ya que la protagonista es de origen sueco, por lo cual su modo de hablar no desentonaría en lo más mínimo. La cinta fue anunciada con el eslogan de "¡Garbo habla!", lo que supuso un gancho para que las masas se acercasen a oír a la enigmática actriz pronunciar sus primeras palabras en pantalla.

Habrían de transcurrir varios minutos antes de que la primera escena de la actriz tuviese finalmente lugar en la película, pero su "dame un whisky doble, cariño, y no seas tacaño" en una taberna de mala muerte, en compañía de la hilarante actriz Marie Dressler, a cuyo cargo quedó la arista cómica de la cinta, resuena inquietante hasta hoy día. 
 
Público y crítica alabaron por igual la cadencia de su voz intensa, sensual y elegante. Recibió por esta interpretación su primera nominación para los premios de la Academia. No ganaría; pero habría Garbo para rato.

 



Posteriormente llegarían Romance (1930) y Mata Hari (1931), en la que interpretaba a la mítica espía de la Primera Guerra Mundial. En dicha cinta podemos ver a una Garbo totalmente desinhibida bailando ligera de ropas una danza ritual frente a la representación de una deidad hindú. Su coprotagonista era el galán mexicano Ramón Novarro, uno de los más populares de la era muda, y la química en pantalla entre ambos resultó electrizante. Lastimosamente, no habrían de repetir colaboración.

 

 

No hay lugar como el hogar

Mucho se habló acerca de su negativa a socializar, y lo cierto es que la actriz no estaba en lo absoluto interesada en formar parte del ambiente de Hollywood una vez que las cámaras dejaran de rodar, y mucho menos en convertirse en presa de los periodistas de aquel entonces, quienes, bajo una aparente calma, siempre estaban a la caza de la siguiente intriga que les proporcionara jugoso material para sus columnas.

Garbo prefería pasar el tiempo en casa, tumbada en el sofá, leyendo o simplemente haciendo nada, ya sea sola o en compañía del amante de turno. Por aquellos años, el actor John Gilbert fue el más prominente y estable entre todos ellos, y poco faltó para que oficializaran la relación, si no fuera porque la estrella desistió a último momento, ya -según dicen- camino al altar. Claro está que, perceptiva como era, pudo haber desconfiado de las que podrían haber sido las verdaderas intenciones de Gilbert, dado que la carrera del actor, al contrario de lo que ocurría con la de Garbo, se estaba yendo a pique puesto que no fue capaz de afrontar el forzoso traspaso del cine mudo al sonoro de manera exitosa.

 

Sin embargo, la actriz tuvo un último gran gesto de lealtad para con él: todo indicaba que sería Laurence Olivier quien coprotagonizaría junto con ella la cinta La reina Cristina en 1933, pero ella se plantó y fue intransigente en cuanto a que fuese Gilbert y no otro su compañero en la película. Este último papel no habría de posibilitar el gran y tan necesitado regreso para el actor, y éste cayó en el olvido y su muerte, poco tiempo después, pasó casi desapercibida.

 

El megaestrellato
                                                                                              
1932 sería otro año clave para la Garbo: Grand Hotel estaba destinado a convertirse en uno de los proyectos más ambiciosos y prestigiosos del año y terminaría llevándose la estatuilla de Mejor Película de 1932. Como ya lo mencionamos tiempo atrás, si bien la cinta estaba proyectada como un vehículo para la actriz sueca, fue la siempre astuta y camaleónica Joan Crawford quien se llevó los laureles por su espléndida actuación.

Garbo, en el papel de una bailarina de ballet rusa, en lo referente a imagen y ademanes se amolda a la perfección dentro del rol, mas la desmesurada teatralidad de la que se valió en esta ocasión le jugó en contra y su interpretación, quizás sobremanera lírica, se tornó contraproducente y, lejos de inspirar empatía, resulta en ocasiones excesiva, histriónica en demasía. En su defensa podemos alegar que el ser una actriz sueca que debía imitar el acento ruso y a la vez ser comprensible en inglés no debe ser tarea sencilla para nadie, y es irreal esperar una interpretación carente de cierto artificio.
 
Es esta cinta la que le otorga, sin embargo, la frase célebre que se relacionaría con la actriz por el resto de su vida: "Quiero estar sola; simplemente quiero estar sola".

 

 

Heroínas sufrientes
 
1934 sería el año de El velo pintado, filme basado en la novela homónima de Somerset Maugham -una nueva versión tuvo lugar en 2006 protagonizada por Naomi Watts- en la que Garbo interpreta a una adúltera de principios del siglo pasado cuyo marido (interpretado por Herbert Marshall), un médico altruista devenido amante despechado y vengativo, tras descubrir el hecho, en abierto castigo, la lleva a instalarse junto con él en las localidades rurales más pobres de China, asoladas por una epidemia galopante de cólera y un entorno que sugiere tragedia desde un principio. Si bien es una de sus películas menos famosas, es quizás la que contiene su actuación más comedida aunque en extremo sombría una vez superada la primera mitad del filme.
 
Al año siguiente vería la luz Anna Karenina, otra famosa adúltera de la literatura pero cuya historia transcurría en la gélida Rusia. Este era uno de los llamados a convertirse en un rol hecho para Garbo: casada y con un hijo pequeño, sucumbe a la tentación y se deja caer en los brazos del apuesto Vronsky (Fredric March). También la tragedia enmarcaba la segunda mitad de la cinta, una vez que la protagonista cae en cuenta de que siguió la senda "incorrecta" y en su corazón presiente que de ahí en más el amor que tanto anhelaba le sería cruelmente negado.

Sola, sumida en la desesperanza, esboza un último acopio de felicidad ante el hombre que le había prometido el cielo y repentinamente había dejado de amarla, para luego abandonar este mundo a voluntad, a su propio y violento modo.

 

 

En 1936 filmó la que es quizás su cinta más famosa hasta la fecha: La dama de las camelias (Camille). Su Margarita Gautier es todavía la más recordada de entre las incontables versiones que se han hecho de esta célebre historia de amor, y es de entre su galería de personajes el que la propia Garbo destacó como su favorito.

 

El apasionamiento que requería el rol, Garbo lo llevó al extremo y se vio inmersa en un universo de emociones que habría de transportarla desde la suprema felicidad a la más profunda de las desdichas al verse forzada a abandonar al hombre que amaba, por motivos ajenos a su voluntad. En esta ocasión, no obstante, el final es cuando menos agridulce, ya que le brinda tiempo suficiente para redimirse y poner de manifiesto la vigencia de sus sentimientos hacia el ser amado antes de dejarse llevar bellamente por los brazos del destino hacia el más allá.

 

 

Esta seguidilla de personajes trágicos de la literatura europea le estaba otorgando una imagen única e inconfundible en Hollywood, y su prestigio como actriz y como estrella se elevaba por los cielos, pero lo cierto es que una película de Garbo distaba mucho de ser lo que el espectador promedio en el principal mercado cinematográfico de aquellos años, EE.UU., o en cualquier otra parte del mundo esperaba ante una salida al cine un fin de semana, anhelando divertirse y pasar un momento de relajación.

 

No había mucho de entretenimiento ligero en ninguna de sus cintas, y el drama y lo funesto marcaban casi siempre sus desenlaces. Rara vez había un final feliz, y a medida que pasaba el tiempo, su público iba reduciéndose básicamente a una élite culta o ajustándose a la franja femenina de mediana edad para arriba, que no son mayoría en ninguna parte. Dada la situación, los ejecutivos de la MGM decidieron ponerla al frente de dos proyectos totalmente opuestos a lo que venía llevando a cabo hasta entonces.
 

"¡Garbo ríe!"


Ninotchka (1939) era una comedia ingeniosa y mordaz que satiriza la situación sociopolítica de la Rusia de finales de los años 30. Garbo interpreta a una severa emisaria del gobierno que viaja en misión oficial a los EE.UU. y se enamora, transformándose gradualmente en una mujer "superficial" y dispuesta a disfrutar a fondo de las mieles del capitalismo. La cinta se distribuyó con el eslogan "Garbo ríe" debido a la repentina carcajada que la diva suelta en una memorable secuencia de la misma, consignando así su alejamiento –que sería definitivo, aunque aún nadie lo sospechaba- del género lacrimógeno.

 

 

El adiós a los reflectores

 

Tras el éxito comercial y la unánime aclamación por parte de los críticos cinematográficos, los jefes del estudio decidieron darle el protagonismo en una cinta similar pero de contenido aún más liviano: La mujer de dos caras (Two-faced Woman, 1941), que fue un fracaso estrepitoso de crítica aunque de relativo éxito en la taquilla.

 

Es hasta el día de hoy difícil de creer que la Garbo haya accedido a este último proyecto, donde interpretaba básicamente a la chica de al lado -una instructora de esquí- que poco tenía de memorable... excepto su presencia; una comedia romántica que pasó sin pena ni gloria pero que contiene, sin embargo, una de las secuencias más inusitadas en la historia del cine: Greta Garbo, vestida y maquillada a la usanza de la época, bailando al ritmo de La chica choca al mejor estilo de los festivos musicales que se estaban gestando en aquel entonces en dicho estudio, el cual reinaría en lo que hace a dicho género por las siguientes dos décadas.

 

Si bien medianamente competente en la escena en cuestión, quedó de manifiesto que Garbo no se encontraba en su elemento y, sin ánimos de menospreciar su capacidad, vale precisar que la más legendaria danzarina de Hollywood, la siempre deliciosa Ginger Rogers, no tenía motivo alguno para preocuparse ante la perspectiva de ser desplazada. 
 
El mundo aún lo ignoraba, pero esa era la última vez que nuestra diosa del celuloide aparecería oficialmente ante una cámara. Tenía apenas 36 años y nadie sospechaba que planeaba dentro de sí alejarse por completo de la industria y, hasta si se quiere, del mundo.

 

En busca del anonimato


Tenía por delante unos 50 años más de vida, y se dedicó a vivirlos con sencillez y en relativa austeridad, aunque no era raro verla, aunque muy ocasionalmente, en compañía de Onassis y otras personalidades del jet set internacional.
 


A más de haber sido una de las personas mejores pagas en la industria, se dice que era tremendamente inteligente en lo referente a finanzas y que invirtió sabiamente en bienes raíces ya desde mucho antes de poner punto final a su carrera, lo que le reportó pingües ganancias y le liberó de la obligación de trabajar para vivir por el resto de sus días.
 
Según relata en el documental Garbo (2005) uno de sus muchos biógrafos, la sueca se autocalificaba en estos años de ocio de "molusco", ya que llevaba una vida más bien contemplativa y disfrutaba de pasar el tiempo de manera solitaria holgazaneando en su lujoso apartamento en Manhattan, sin grandes planes para el futuro más que simplemente seguir existiendo. Dijo una vez: "La vida sería maravillosa si tan solo supiéramos qué hacer con ella". 
 

Le gustaba rodearse de belleza, y a pesar de no ser una experta en arte, las paredes de su apartamento se encontraban repletas de cuadros que adquirió basándose únicamente en el placer visual que le provocaban. Aun cuando a primera vista pudiera parecerlo, no era una mujer pretenciosa en lo absoluto; frugal en sus hábitos, llevaba una vida austera en la que las ropas elegantes y las joyas costosas no tenían cabida.

 


 
A pesar de que sus conocidos resaltan siempre su magnífico sentido del humor toda vez que se encontrase a gusto, en uno de sus días buenos, segura de que era ella misma y no su imagen de estrella de cine la que despertaba interés, se destaca siempre que era propensa a caer en estados de ánimo lúgubres, similares a los de muchos de los personajes de sus películas, y que trataba de combatirlos con filosofía occidental. Discreta y celosa como era de su privacidad, no es de extrañar que la psicoterapia no fuera tan siquiera considerada.
 

La intimidad


Si bien tuvo numerosos romances tanto con hombres famosos como ignotos, sus preferencias sexuales han sido siempre tema de innumerables cotilleos y hay quienes aseguran que era como mínimo bisexual, aunque otros aventuran directamente una hipótesis de lesbianismo. Nada de ello pudo ser hasta hoy comprobado de manera fidedigna, y todo lo que circula hasta nuestros días son rumores. Sea como fuere, nada trascendió "oficialmente" las cuatro paredes y sus secretos más íntimos fueron junto con ella a la tumba. Estaba en su derecho.

 


Tentativas de retorno


La reclusa voluntaria más famosa de todos los tiempos recibió incontables ofertas para regresar al cine a través de los años, aunque solo un par fueron aceptadas de entre el montón y poco faltó para que se concretara su regreso a las pantallas; a finales de los años 40 llegó incluso a hacer una prueba ante cámaras para tal fin. Tenía 43 años y su belleza seguía intacta, quizás sin la lozanía de los primeros años, pero la luminosidad natural de su rostro que hasta el día de hoy es objeto de alabanzas definitivamente seguía allí.
 
Dichas tomas se consideraban perdidas al igual que los sueños dorados de Hollywood en su época de esplendor, pero fueron encontradas varios años después de su muerte y hasta hoy son consideradas como el último regalo de la diva sueca para su legión de admiradores.

 

 

Era aquel un mundo ya radicalmente distinto a aquellos lejanos años 30 en casi todos los ámbitos y muy particularmente en lo que a cine se refiere, y quizás después de todo haya sido mejor así, de tal modo a que perdurase en el colectivo imaginario la imagen de una Garbo radiante y en plena posesión de sus facultades.

 


 
Un legado surrealista

 

Si bien no fue de las más versátiles entre las que han sido en la historia del cine, cayendo una y otra vez en el pozo del encasillamiento -en honor a la verdad, no del todo impuesto, ya que poseía gran poder de decisión en cuanto a qué roles interpretar-, la actriz desplegó un talento único que radicaba mayormente en la perfecta comunión de su ser con la cámara; su apariencia extraordinaria y nada convencional iluminaba cada toma en la que debía tomar parte y la exquisitez de sus movimientos, casi siempre rayanos en lo histriónico pero sin trasponer los límites, era casi etérea.
 
Los parametros de belleza, sin duda, se han modificado drásticamente hoy día y habrá posiblemente en este mundo de bisturíes, implantes de silicona y colágeno quien no aprecie en su justa medida la simetría y cuasi perfección de sus rasgos faciales de contundencia cautivante -por demás distantes a los de una belleza clásica a lo Grace Kelly- que crearon un nuevo estándar que habría de erigirse en modelo de perfección desde una perspectiva, por decirlo de algún modo, geométrica.
 


Garbo podría expresar tanto con tan solo mirar y esbozar una ligera mueca casi al descuido, y la intensidad y riqueza de su alma quedaban instantáneamente al desnudo, y es por ello que, personalmente, admito mi total devoción hacia su trabajo en el cine mudo por sobre su labor en el sonoro. Es decir, nada había de malo en su voz aterciopelada, de tonalidades bajas e insinuantes; pero fue en su período mudo (1925-1929) cuando los directores e iluminadores supieron captar con mayor maestría su embriagadora belleza y casi sobrenatural presencia escénica.
 
Sin mayor preparación académica en su haber, se hace patente que su arte era puramente instintivo y que casi siempre le bastaba con ser ella misma en pantalla para conseguir el efecto deseado. No en balde aún hoy es conocida como La Divina, La Mona Lisa del Siglo XX y La Esfinge Sueca.
 
Desde un punto de vista general, su relativamente breve carrera -en comparación a otras diosas del séptimo arte con 50, 60 o incluso más años de trayectoria- que abarcó apenas unos 15 años, deja como principal legado un rostro deslumbrante y una personalidad escénica inolvidable enmarcada por un universo onírico, vaporoso, poético, muy a menudo al margen de toda realidad mundana y dispuesto exclusivamente para realzar su aura de diva enigmática, misteriosa e inalcanzable.

 


 
Es contradictorio que se me antoje triste y a la vez positivo que más nunca vaya a existir otra como ella, y aunque suene gastado, considero que la famosa expresión de que "Dios rompió el molde luego de crear a…" nunca ha sido más apropiada de aplicarse que en el caso de Greta Garbo, un ser de incomparables cualidades que ha dejado su huella en la historia y trascendido los límites de lo meramente cinematográfico.
 
He de aclarar que, más allá de sus logros profesionales como artista, es el ser humano en ella el que me resulta excepcionalmente cautivador y me mueve al análisis de tantos inexplicables porqués que han tenido lugar en su vida. Con certeza, aquella mujer exitosa y admirada, de exterior aparentemente glacial e inconmovible, podría haber experimentado una existencia cuando menos satisfactoria de haberse avenido a realizar ciertas concesiones que la sociedad suele exigir para ser aceptado como uno más de la manada.

 

Pero no; ella era una dama de agallas que decidió vivir su vida del modo en que le placía sin brindar en absoluto importancia al qué dirán. Independientemente de las razones que pudo haber tenido, aquel recurrente deseo de estar sola y dejar la vida pasar quizás le habrá provocado más penas que alegrías, nunca lo sabremos con certeza, pero, a pesar de todo, supo seguir fiel a sí misma, a sus creencias y a su poderoso sentido de individualidad hasta el final del camino, hasta las últimas consecuencias.  
 
No hay vuelta que dar. Era definitivamente única en su especie.
 

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