Enseñar exige curiosidad

Si existe una práctica ejemplar como negación de la experiencia formadora es la que dificulta o inhibe la curiosidad del educando y, en consecuencia, la del educador. Es que el educador que sigue procedimientos autoritarios o paternalistas, que impiden o dificultan el ejercicio de la curiosidad del educando, termina por entorpecer su mente en el ejercicio de la negación de la otra curiosidad. La curiosidad de los padres que sólo se experimenta en el sentido de saber cómo y dónde anda la curiosidad de los hijos se burocratiza y perece. La curiosidad que silencia a otra también se niega a sí misma.

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El buen clima pedagógico-democrático es aquel en el que el educando va aprendiendo, a costa de su propia práctica, que su curiosidad como su libertad debe estar sujeta a límites, pero en ejercicio permanente. Límites asumidos éticamente por él. Mi curiosidad no tiene derecho de invadir la privacidad del otro y exponerla a los demás.

Como profesor, debo saber que si la curiosidad que me mueve, que me inquieta, que me inserta en la búsqueda; no aprendo ni enseño. Ejercer mi curiosidad de manera correcta es un derecho que tengo como persona y a la que corresponde el deber de luchar por él, el derecho a la curiosidad. Con la curiosidad domesticada puedo alcanzar la memorización mecánica del perfil de este o de aquel objeto. La construcción o la producción del conocimiento del objeto implica el ejercicio de la curiosidad, su capacidad crítica de “tomar distancia” del objeto, de observarlo, de delimitarlo, de escindirlo, de “cercar” el objeto o hacer su aproximación metódica, su capacidad de comparar, de preguntar.

Estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta, lo que se pretende con esta o con aquella pregunta en lugar de la pasividad frente a las explicaciones discursivas del profesor/a, especie de respuestas a preguntas que nunca fueron hechas. Esto no significa realmente que, en nombre de la defensa de la curiosidad necesaria, debamos reducir la actividad docente al puro ir y venir de preguntas y respuestas que se esterilizan burocráticamente. La capacidad de diálogo no niega la validez de momentos explicativos, narrativos, en que el profesor expone o habla del objeto. Lo fundamental es que el/la profesor/a y alumnos/as sepan que la postura de ellos, profesor/a y alumnos/as, adoptan, es dialógica, abierta, curiosa, indagadora y no pasiva, en cuanto habla y en cuanto escucha. Lo que importa es que profesor y alumnos se asuman como seres epistemológicamente curiosos.

En este sentido, el buen profesor es el que consigue, mientras habla, traer al alumno hasta la intimidad del movimiento de su pensamiento. De esta manera su aula es un desafío y no una “canción de cuna”. Sus alumnos no se cansan, no se duermen. Se cansan porque acompañan las idas y venidas de su pensamiento, descubren sus pausas, sus dudas, sus incertidumbres.
Antes de cualquier discusión tentativa sobre técnicas, sobre materiales, sobre métodos para una clase dinámica como esa, es preciso, incluso indispensable, que el profesor “descanse” en el saber de que la piedra fundamental es la curiosidad del ser humano. Es ella la que me hace preguntar, conocer, actuar, pero preguntar, reconocer.

Sería una buena tarea para un fin de semana proponer a un grupo de alumnos que registrara, cada uno por su lado, las formas de curiosidad más sobresalientes que los hayan asaltado, en razón de que, de cuál situación derivada de noticieros de televisión, de propaganda, de videogame, del gesto de alguien, no importa. Qué “tratamiento” dio a la curiosidad; si esta fue fácilmente superada o si, por el contrario, condujo a otro tipo de curiosidad. Si en el proceso curioso consultaron fuentes, diccionarios, computadores, libros, si hicieron preguntas a otros. Si la curiosidad en cuanto a desafío provocó algún conocimiento provisional de algo, o no. Qué sintieron cuando se sorprendieron trabajando su propia curiosidad. Es posible que, preparados para pensar la propia curiosidad, hayan sido menos curiosos o curiosas. El experimento se podría ajustar y profundizar al punto, por ejemplo, de realizar un seminario quincenal para debatir los diversos tipos de curiosidad así como sus desdoblamientos.

El ejercicio de la curiosidad la hace más críticamente curiosa, más metódicamente “perseguidora” de su objeto. Cuanto más se intensifica la curiosidad espontánea, pero sobre todo, cuanto más se “rigoriza”, tanto más epistemológica se va volviendo.

Convoca a la imaginación, a la intuición, a las emociones, a la capacidad de conjeturar, de comparar, para que participen en la búsqueda del perfil del objeto o del hallazgo de su razón de ser. Un ruido, por ejemplo, puede provocar mi curiosidad. Observo el espacio donde parece que se está verificando. Aguzo el oído. Procuro comparar con otro ruido cuya razón de ser ya conozco. Investigo mejor el espacio. Admito varias hipótesis en torno a la posibilidad del origen del ruido. Elimino algunas hasta que llego a su explicación.

Una vez satisfecha una curiosidad, la capacidad que tengo de inquietarme y buscar continúa en pie. No habría existencia humana sin nuestra apertura de nuestro ser al mundo, sin la transitividad de nuestra conciencia. Cuanto más realizo estas operaciones con un mayor rigor metódico, tanto más me aproximo con mayor exactitud a los hallazgos de mi curiosidad. Uno de los saberes fundamentales para mi práctica educativo-crítica es el que me advierte de la necesaria promoción de la curiosidad espontánea a curiosidad epistemológica.
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