Cargando...
Sin embargo, el hecho más notorio que queda después de examinar las distintas formas en que se manifiesta el teatro en la actualidad, es la manera cómo se concibe la imagen de realidad representada. Parece que, a partir de este punto, se puede conocer con relativa exactitud los motivos principales del cambio.
Siempre se ha sostenido que el teatro es un reflejo de su época, y, en estas circunstancias, los proyectos de realidad desarrollados en escena estarían reflejando lo que ocurre en el entorno, y las transformaciones profundas que viene experimentando la cultura y la civilización latinoamericanas.
Al parecer, los modos tradicionales con que se representaba la realidad en el teatro dejaron de ser convincentes o, al menos, no satisficieron en plenitud lo que las expectativas del momento histórico habían diseñado como modelo.
El cuestionamiento generalizado a los fundamentos de los actuales sistemas culturales del llamado pensamiento de la modernidad ha relativizado el concepto histórico y racional de la realidad, creando, en su reemplazo, ideas, creencias, imágenes y representaciones que remiten a un mundo plural, en el que no sólo tienen cabida los textos oficiales, sino también los discursos marginales y periféricos. El desafío, entonces, está en la tarea de idear una teatralidad que sea capaz de dar cuenta de ese mundo, en toda su ancha y compleja constitución.
Tradicionalmente, el teatro se ha apoyado en la palabra para dar a conocer los contornos del mundo, recogiendo en gran medida los valores, creencias e imágenes de una cultura, que ha sido eje para el desarrollo de la sociedad. La uniformidad del mensaje estuvo siempre determinada por las preferencias del público, que acostumbraba a presenciar los espectáculos. No había ocasión para innovar en las fórmulas conocidas, a menos que conscientemente se quisiera correr el riesgo. Con estas características, el teatro en Latinoamérica se gestó y se desarrolló a partir de las primeras décadas del siglo pasado, siguiendo los moldes estéticos europeos.
Sin embargo, el mensaje, si bien crítico, continuó desarrollando la escritura de las ideas que la burguesía quería escuchar, postergando por un tiempo más las transformaciones radicales que los nuevas condiciones exigían al teatro.
El problema había que enfrentarlo en una dirección que ya no se detenía en los contenidos ideológicos del discurso, es decir, en el logos positivista, tal como lo hicieron las vanguardias.
Había que experimentar con nuevos lenguajes escénicos, distintos a los contemplados por la norma lingüística en uso; sólo en virtud de la ampliación del horizonte comunicativo del teatro se podría acceder a estas otras dimensiones de la realidad, que el pensamiento contemporáneo estaba empeñado en develar.
Hubo que esperar el cambio de folio del siglo veinte para que, a principios de la década de los sesenta, el teatro de la región mostrara signos explícitos de cambio.
Históricamente, el teatro venía arrastrando desde hacía mucho tiempo su crisis existencial, y más que nunca las nuevas condiciones exigían una fórmula que permitiera sacarlo de su estado tensional. Ionesco, desde Europa, sostenía que ante la crisis, el teatro tenía que cambiar, pues, la realidad misma había cambiado.
Se combinaron recursos expresivos vinculados al lenguaje corporal, a la expresión pantomímica al lenguaje...del silencio. La representación misma salió de los sitios habituales de escenificación, desplazándose a plazas, calles, estaciones de ferrocarriles, edificios abandonados o sitios eriales.
La producción escénica y los montajes quedaron en manos de las propias compañías; lo mismo, los textos y la organización logística del espectáculo.
Los actores compartirían el mismo espacio escénico con los espectadores; sus papeles se convertirían en verdaderas performance, en las que el trabajo corporal ocuparía un lugar destacado; las actuaciones irían acompañadas de cantos y bailes, ejecutados por los propios actores con un apoyo coreográfico determinante; las funciones mediatizadoras del actor con relación a la representación del personaje serían cambiadas por competencias escénicas, en las que no estarían ausentes las acrobacias y las prácticas circenses; volverían las máscaras y los afeites para significar diferentes estados interiores.
El espacio se funcionalizaría para dar cabida a un acontecer que dejaría de ser lineal, y los sistemas de producción del espectáculo desempeñarían un papel similar al de los actores y al del público, durante la realización escénica.
En fin, el teatro mostraría un rostro que no se parecería en nada a la fisonomía del teatro precedente, revelando un potencial expresivo, cuyos efectos contribuirían a entregar una visión de mundo distinta por la carga simbólica, por los órdenes de realidad, y por los términos ambiguos que presentaba.
DIRECCIONES DEL TEATRO LATINOAMERICANO ACTUAL
El nuevo teatro que se posiciona en el ámbito latinoamericano, a partir de la década de los sesenta, tendrá como divisa redefinir los términos de una realidad que se fundamentaba sólo en el poder referencial de la palabra, ampliando sus dimensiones significativas a otros códigos teatrales no verbales. Tres son las direcciones que se pueden describir en la historia reciente de la escena latinoamericana: el teatro de la posvanguardia, el teatro experimental, y el teatro espectacular.
Teatro de la posvanguardia
Al teatro de la posvanguardia le corresponde asumir el papel abolicionista de las poéticas realistas en el teatro, por una parte, y de superador de los esquemas conservadores de las vanguardias, por la otra. Su característica principal será la de experimentar estéticas que privilegien la escritura lúdica, autorreferencial y desacralizadora.
La creación teatral seguirá pendiendo del autor, quien escribirá sus obras para una doble lectura: literaria y escénica. La presencia en la traducción escénica de sus textos se dirigirá preferentemente a velar por la fidelidad de la trascripción, injerencia que no dejará de crear problemas, por lo general, con el director de la pieza. Las puestas seguirán presentándose en los lugares de representación acostumbrados, como teatros y salas, a cargo de compañías profesionales y, generalmente, con auspicio institucional. Por último, el costo relativamente alto de los montajes impondrá un circuito de comercialización del espectáculo, que será asumido por los sectores acomodados de la sociedad, los que terminarán siendo los usuarios preferidos del servicio artístico.
En lo relativo a la concreción escénica misma, este tipo de teatro mantendrá la textualidad verbal como soporte de la escritura teatral, pero tensionando sus códigos, de manera que el punto de vista escogido autorice ingresar a un territorio lingüístico que trascienda la referencialidad y relativice el objetivismo histórico y racional del discurso.
Sus expedientes más socorridos serán la fracturación del lenguaje que lo convierte en una expresión agramatical, arbitraria y autorreferente. Se desintegrará el signo lingüístico, dando paso a otros tipos de relaciones de significante/significado. Se busca con ello descongelar el lenguaje cotidiano, llevándolo a esferas de significación insólitas y sorpresivas.
Se instaurará el reino de la ambigüedad, en el que la palabra dejará de ser el referente concreto de la obra para transformarse en el medio a través del cual se accederá a otros niveles de realidad, ignorados o subvalorados por la norma teatral anterior.
Ante la gravedad y formalidad del mensaje positivista, el nuevo teatro incorpora el nivel lúdico de la expresión, haciendo de la palabra un elemento capaz de convertir la referencialidad en parodia e ironía. Por último, el lenguaje se plantea como un mecanismo para mantener el distanciamiento necesario con el espectador, de modo de asegurar su espíritu vigilante y crítico. Se colocarán sobre el escenario objetos reconocibles, pero insertos en un contexto extraño, no habitual, produciendo en el espectador una reacción que potencia su espíritu crítico para examinar los valores, creencias y visiones de mundo que le propone la composición.