Cargando...
El libro encierra cuanto de filosofía práctica y reglas de gobierno podría apetecer cualquier jefe de Estado de cualquier tiempo, dispuesto a no reparar en medios para alcanzar sus fines. Su índole moral es fundamentalmente recusable.
El Príncipe ha tenido apologistas entusiastas y detractores implacables. Está considerado, con justicia, como una manifestación típica del espíritu del Renacimiento, y una de las obras maestras de la literatura universal.
La ciencia renacentista había despojado al hombre de su armadura teológica, y le había devuelto la voluntad de organizar su existencia sin temores o esperanzas de compensación espiritual, en una vida ultraterrena.
El Estado también empezaba a concebirse como un poder secular no ofrecido a los individuos por derecho divino, sino por intereses económicos, de clases o ambiciones personales.
La moral del gobernante
Maquiavelo consideraba a la corrupción, como una amenaza contra la libertad, virtud sin la cual ningún pueblo puede construir su grandeza. Para Maquiavelo, los fines políticos son inseparables del bien común. La moral para el gobernante radica en los fines, y la ley constituye el núcleo organizador de la vida social.
Todo lo que atente contra el bien común debe ser rechazado, y por ello la astucia, la hábil ocultación de los designios, el uso de la fuerza, el engaño, adquieren categoría de medios lícitos si los fines están guiados por la idea del buen común, noción que encierra la idea de patriotismo, por una parte, pero también las anticipaciones de la moderna razón de estado.
El Príncipe, en cuanto conquistador y dueño del poder, en cuanto encarnación del Estado, está por principio y no por accidente, exento de toda norma moral, y debe ser astuto como el zorro y fuerte como el león.
Maquiavelo asegura que el príncipe que quiere conservar el poder debe comprender bien que no le es posible observar, en todo, lo que hace mirar como virtuosos a los hombres. A menudo, para conservar el orden de un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de la humanidad y caridad, y aún contra su religión.
El Estado, razón suprema
Para Maquiavelo la razón suprema no es sino la razón del Estado. El Estado constituye un fin último, un fin en sí, no sólo independiente, sino también opuesto al orden moral y a los valores éticos, y situado de hecho, por encima de ellos, como instancia absoluta.
El bien supremo no es ya la virtud, la felicidad, la perfección de la propia naturaleza, el placer o cualquiera de las metas que los moralistas propusieron al hombre, sino la fuerza y el poder del Estado.
El bien del Estado no se subordina al bien del individuo o de la persona humana en ningún caso, y su fin se sitúa absolutamente por encima de todos los fines particulares por más sublimes que se consideren.
La permanente transformación de la política, como la soñó Maquiavelo, bordea el lado más creador y sombrío de los hombres, en la ardua e inconclusa tarea de perfeccionamiento de la conciencia humana, y pretende ser el camino para la humanización del poder y la sociedad.