El Gral. en su laberinto

En el séquito del general eran motivo de burlas cordiales las molestias que sentía José María Carreño en el muñón del brazo. Sentía los movimientos de la mano, el tacto de los dedos, el dolor que le causaba el mal tiempo en los huesos que no tenía.

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Él conservaba aún bastante sentido del humor para reírse de sí mismo. En cambio, le preocupaba la costumbre de contestar las preguntas que le hacían estando dormido. Entablaba diálogos de cualquier género sin las inhibiciones de la vigilia, revelaba propósitos y frustraciones que -sin duda- se habría reservado despierto, y en cierta ocasión se le acusó sin fundamento de haber cometido en sueños una infidencia militar. La última noche de navegación, mientras velaba junto a la hamaca del general, José Palacios oyó que Carreño dijo desde la proa del champán:

“Siete mil ochocientas ochenta y dos”.

“¿De qué estamos hablando?”, le preguntó José Palacios.

“De las estrellas”, dijo Carreño.

El general abrió los ojos, convencido de que Carreño estaba hablando dormido, y se incorporó en la hamaca para ver la noche a través de la ventana. Era inmensa y radiante, y las estrellas nítidas no dejaban un espacio en el cielo.

“Deben ser como diez veces más”, dijo el general.

“Son las que dije”, dijo Carreño, “más dos errantes que pasaron mientras las contaba”.

Entonces el general abandonó la hamaca, y lo vio tendido bocarriba en la proa, más despierto que nunca, con el torso desnudo cruzado de cicatrices enmarañadas, y contando las estrellas con el muñón del brazo. Así lo habían encontrado después de la batalla de Cerritos Blancos, en Venezuela, tinto en sangre y medio destazado, y lo dejaron tendido en el lodo creyendo que estaba muerto. Tenía catorce heridas de sable, varias de las cuales le causaron la pérdida del brazo. Más tarde sufrió otras en distintas batallas. Pero su moral quedó íntegra, y aprendió a ser tan diestro con la mano izquierda, que no sólo fue célebre por la ferocidad de sus armas sino por la exquisitez de su caligrafía.

“Ni las estrellas escapan a la ruina de la vida”, dijo Carreño. “Ahora hay menos que hace dieciocho años”.

“Estás loco”, dijo el general.

“No”, dijo Carreño. “Estoy viejo pero me resisto a creerlo”.

“Te llevo ocho años largos”, dijo el general.

“Yo cuento dos más por cada una de mis heridas”, dijo Carreño. “Así que soy el más viejo de todos”.

“En ese caso, el más viejo sería José Laurencio”, dijo el Gral: “6
heridas de bala, 7 de lanza, 2 de flecha”.

Carreño lo tomó de través, y replicó con un veneno recóndito:

“Y el más joven sería usted: ni un rasguño”.

No era la primera vez que el general escuchaba esa verdad como un reproche, pero no pareció resentirlo en la voz de Carreño, cuya amistad había pasado ya por las pruebas más duras. Se sentó junto a él para ayudarlo a contemplar las estrellas en el río. Cuando Carreño volvió a hablar, al cabo de una larga pausa, estaba ya en el abismo del sueño.

“Me niego a admitir que con este viaje se acabe la vida”, dijo.

“Las vidas no se acaban sólo con la muerte”, dijo el general. “Hay otros modos, inclusive algunos más dignos”.

Carreño se resistía a admitirlo.

“Algo habría que hacer”, dijo. “Aunque fuera darnos un buen baño de cariaquito morado. Y no sólo nosotros: todo el ejército libertador”.

Gabriel García Márquez

ACTIVIDADES SUGERIDAS

- Establece el tema del fragmento. ¿Qué se desea decir con “Las vidas no se acaban sólo con la muerte” y “Ni las estrellas escapan a la ruina de la vida”. ¿Lo sentido por José M. Carreño podría ser cierto? Investiga en grupo entrevistando a un héroe del Chaco (veterano) sobre el asunto y comparte en plenaria extrayendo conclusiones.

Frase de hoy:

“El poder, cuando es excesivo, siempre dura poco”. (Séneca)
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