Bette Davis: la vigencia de un mito

A 21 años de su desaparición física, la gran estrella sigue fulgurando inalterable en el firmamento hollywoodense.

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Si el Viejo Mundo ha tenido siempre a los miembros de la monarquía como mayores referentes en lo que a fama, celebridad y un sinfín de páginas dedicadas en la prensa del corazón se refiere, Norteamérica, sin embargo, carente de tales tradiciones, se encargó de crear su propia realeza en base a otro tipo de argumentos que nada tienen que ver con el "mandato divino", y el cine ha sido sin duda el vehículo más acertado que se haya podido alguna vez concebir para inspirar similar fascinación.

Desde un principio, la gran pantalla ha producido incontables y grandes figuras que han permanecido por décadas en el ojo público, siendo objetos de admiración e incluso adoración por miles. De la noche a la mañana, un absoluto don nadie podía pasar a protagonizar superproducciones y luego aparecer en portadas de revistas simplemente en virtud de su apariencia o en otros casos -quizás los menos- por su talento. Con una mínima dosis de suerte y más que nada la predisposición a luchar duro por el objetivo en la mira, nada era imposible y todo anhelo podía ser concretado: el Sueño Americano en su más pura expresión.

Si bien hubo nombres que la tuvieron relativamente fácil a la hora de la consecución del estrellato, hubo, en cambio, otros que tuvieron que vérselas con un prospecto poco o nada favorable hacia el inicio de sus respectivas carreras; el ir penosamente cuesta arriba era una constante y únicamente una férrea fuerza de voluntad les permitía proseguir sin decaer en el intento.

 Pocos ejemplifican mejor este último caso que la inefable Bette Davis. Con una carrera que se expandió por más de seis décadas, sus comienzos en el mundo del cine fueron nada alentadores y con seguridad pocos habrían tan siquiera sospechado el brillante futuro que se encontraba a la vuelta de la esquina. Incluso en el pico de su carrera, la Davis las tuvo más de hiel que de miel, pero, con todo ello, siguió adelante.

 

 

Vilipendiada por muchos de sus pares en la industria en su tiempo, la Historia, sin embargo, se pondría de su parte y le daría la razón: la gran mayoría de quienes pretendieron menoscabar su valía como actriz o como ser humano han caído en el olvido, mientras que el culto a Bette Davis permanece intacto pese al paso de los años y al constante, casi diario, advenimiento de estrellitas de dudosos méritos.

Ruth Elizabeth Davis nació un 5 de abril de 1908 en Lowell, Massachussets (EE.UU.). Según cuenta la leyenda, irrumpiría en este mundo en medio de una noche tormentosa, de fuertes ráfagas de viento y ensordecedores truenos, acaso un augurio del fácilmente combustible temperamento que dominaría su persona en años posteriores. Tras una infancia de ensueño, hubo de enfrentarse tempranamente al divorcio de sus padres -un hecho por demás escandaloso en 1918- cuando tenía apenas 10 diez años. Muy afectada al principio, prontamente comprendió que el mundo no se detendría para brindarle consuelo e hizo acopio de valor y siguió adelante.

En aquel tiempo, en un mundo todavía plagado de innumerables preconceptos acerca de ser una mujer independiente, su progenitora le había inculcado mediante su propio ejemplo y experiencia de vida el respeto hacia sí misma antes que todo. Al ver a su madre, conocida en el ambiente como Ruthie, arreglándoselas para sacarlas adelante a ella y a la hermana menor de Bette, Barbara, la futura superestrella se hizo consciente de que el hecho de ser mujer no la incapacitaba para enfrentar al mundo según sus propios principios y creencias, utilizando las herramientas que tuviera a la mano.

Durante su adolescencia incursionó primeramente en el mundo de la danza moderna, lo cual le ayudó a dejar de lado definitivamente muchas de sus inhibiciones, al tiempo de enseñarle a canalizar sus siempre extremadas emociones e inagotable energía a través de la expresión corporal. Mas, una noche, tras asistir a una función teatral y ver en escena a la actriz Peg Enwhistle -quien pocos años después, en 1932, se lanzaría desde el célebre letrero situado en las colinas en Hollywood tras un fracaso profesional, logrando así, irónicamente, mucha más fama de la que había tenido en vida- Bette quedó tan impresionada que decidió que lo suyo era la actuación y no la danza. Esta última, no obstante, fue clave dentro de su formación académica, dado que sus siempre exuberantes movimientos en escena provenían con certeza de aquellos años.

 

 

Al cabo de unas pocas semanas, Bette, quien había adoptado su nombre artístico luego de leer La prima Bette de Balzac, estaba camino a Hollywood, pese a su reticencia, dado que su mayor deseo era convertirse en actriz, no en estrella.

Los comienzos fueron duros, más que nada por su negativa a adoptar la pose glamorosa que por aquel entonces era la norma en la industria. Un cierto tipo de apariencia física era el que por entonces causaba furor en las taquillas y Bette ciertamente no se ajustaba a él, por lo que los productores se vieron en figurillas a la hora de otorgarle un rol adecuado a sus cualidades. Finalmente, su debut en la gran pantalla llegaría en La hermana mala (The Bad Sister, 1931), donde el rol protagónico no recayó en ella sino en otra recién llegada, Sidney Fox, viéndose obligada a representar a la hermana "buena" y piadosa, capaz de sacrificar su propia felicidad en aras de mantener la armonía familiar.

 



Tras una serie de películas que ya en su momento pasaron sin pena ni gloria y cuyo valor histórico deriva hoy casi exclusivamente de su presencia en las mismas, Bette creyó que su futuro en el cine no pasaría de ser una quimera y, con secreta satisfacción, decidió volver a las tablas, donde se sentía más a gusto, dado que podía expresarse con mayor franqueza y libertad.

Pero estaba escrito que no habría de ocurrir así. A principios de los ‘30, el veterano actor George Arliss era de los más respetados astros de la pantalla. Desde la llegada a Hollywood de la jovencita de pelo castaño que pronto fue forzada a convertirse en rubia platinada para ajustarse a la corriente del momento, el renombrado actor había reparado en la intensidad de su desempeño en las cintas de dudosa calidad en que la Universal le había impuesto tomar parte por contrato.

 

Así, poco antes de que Bette decidiera marcharse dejando atrás lo que consideraba no era su mundo, recibió un llamado telefónico de Arliss, quien estaba buscando una coprotagonista para su próximo proyecto: La oculta providencia (The Man Who Played God, 1932) y pensaba que Bette sería perfecta para el papel. Su sentida interpretación le valió finalmente el reconocimiento de la crítica y un contrato con la Warner Brothers, donde reinaría sin rivalidad alguna por 17 años. No lo sabía entonces, pero había encontrado su hogar.

 



La productora Warner se diferenciaba de las demás básicamente por la crudeza en su estilo de trabajo. Nada tenía que ver, por ejemplo, con la glamorosa MGM, donde las estrellas eran tratadas con todo tipo de deferencias, y cuyo eslogan proclamaba tener en su nómina "más estrellas que en el cielo" y cada una de ellas era tratada como si fuese la más importante adquisición del estudio.                          

Warner Brothers, en cambio, trataba a sus estrellas como si fueran obreros. No había alfombras rojas ni camerinos lujosos; la consigna era trabajar duro, hacer tantas películas como se pudiese con el menor presupuesto y la mayor rapidez posible. Es de sorprender que a pesar de tales circunstancias, casi toda la producción que vio la luz en aquellos años haya sido de una calidad indiscutible, y varios títulos de aquel entonces aún son considerados hoy entre lo mejor que ha brindado el Séptimo Arte en sus más de 100 años de historia.

Las películas de la WB trataban temas de la vida real y reflejaban mejor que nadie las penurias socioeconómicas del momento, principalmente los estragos que causaba la Gran Depresión a lo largo y ancho de la nación y la proliferación de gángsters que trataban continuamente de sacar ventajas de la Ley Seca. Dentro de una industria dominada por hombres, éste era un estudio dirigido por hombres que se dedicaba a hacer películas "para hombres". Era natural que Bette se sintiera un tanto fuera de lugar al principio, aunque ello no duraría mucho. Basta con mencionar que su poder llegó a tal grado que a los pocos años de haber pasado a formar parte de dicho estudio, se le otorgó el sobrenombre de "El quinto hermano Warner".

Si bien relegada nuevamente a roles algo desabridos, pronto llegaría uno que brindaría alguna idea a los ejecutivos sobre el tipo de personajes que más tarde la harían famosa. En Esclavos de la tierra (Cabin in the Cotton, 1932), Davis interpretaba a una audaz jovencita que, aburrida, languidecía en un ambiente rural. En aquellos gloriosos años previos al infame código de autocensura cinematográfico, implementado en 1934, en una de las escenas más candentes del filme incluso se sugiere la desnudez de la actriz al tratar de seducir a un ingenuo pretendiente mientras susurra insinuante una inocente canción. Desde luego, la escena fue manejada con buen gusto, pero aun así no dejó de levantar cierta controversia entre los censores cinematográficos.

Pero el verdadero revuelo llegaría dos años después, cuando fue cedida en préstamo a los estudios RKO ante la insistencia de la propia Bette para interpretar a la perversa Mildred Rogers en Cautivo del deseo (Of Human Bondage, 1934), basada en la novela homónima de Somerset Maugham. En ella, su personaje, una humilde y taimada camarera, atormenta y se aprovecha vilmente de un pintor y estudiante de medicina que cae perdidamente enamorado y es capaz de hacerlo todo por ella.

 

El papel está repleto de matices y Bette le saca el jugo como nadie más lo hubiera hecho en aquel entonces, dado que ninguna estrella, ni tan siquiera en ciernes, se hubiera atrevido a mostrarse en pantalla con semejante aspecto (el pelo revuelto, mal teñido y, al final de la cinta, el personaje muere de sífilis y el deterioro físico es mostrado de manera bastante cruda en pantalla) y profiriendo insultos a diestra y siniestra, tal como ocurre en una de las escenas más recordadas del filme, donde ella pretende por compasión hacerle "un favor" al coprotagonista, pero, al ser rechazada, llena de furia, arremete ferozmente contra el mismo.

 

Bette como Mildred Rogers en Cautivo del deseo (1934)

Varias voces se alzaron en Hollywood protestando por la "obscenidad" del filme, pero fueron aun más las que lo hicieron para reclamar una más que merecida nominación al premio de la Academia. Lastimosamente, tal cosa no llegó a ocurrir debido probablemente al temor de que ese tipo de papeles pudieron volverse aclamados y cundiera el "mal ejemplo". Pero Bette ya había sentado un precedente: había representado a la primera anti-heroína casquivana y vulgar de la pantalla y la crítica estaba, por decir lo menos, encantada.

La revista Life se refirió a su interpretación de manera sucinta pero elocuente: "Probablemente, la mejor interpretación alguna vez vista en la gran pantalla".

 

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