De modo que cuando volvió, en vez de aquella salvajita que saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna joven, cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó a apearse, y comentó de buen humor:-Te has puesto muy guapa, Catalina. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿No es cierto que Isabel Linton no puede compararse con mi hermana?
-Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no vuelva a hacerse intratable -repuso la esposa de Hindley. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que tenían de separarla definitivamente de su compañero.
Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del agua.
Así que, aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses por el barro y el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido, mirando a la bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no hecha una desastrada como él.
-¿Y Heathcliff? -preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que de no hacer nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto blancos.
-Ven, Heathcliff -gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su traza de pilluelo, iba a producir a la señorita-. Ven a saludar a la señorita como los demás criados.
Catalina, al ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo entre risas:
-¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?
-Dale la mano, Heathcliff -dijo Hindley. Por una vez la cosa no importa que lo hagas.
¡Nada de eso!, replicó el muchacho. No quiero que se burlen de mí.
Y trató de alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.
-No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Contempló los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que con aquel contacto se le hubiese contagiado la mugre del rapaz.
¡No tenías por qué tocarme!, dijo él, separando su mano de un tirón. Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio. Y se lanzó fuera de la habitación, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor.
ACTIVIDAD SUGERIDA
- Lee el fragmento y compone un texto en el que un personaje no cambie de actitud ni de costumbres.
Frase de hoy: El Señor vigila atentamente al sabio y desmiente las afirmaciones del mentiroso. (Proverbios 22- 12)
-Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no vuelva a hacerse intratable -repuso la esposa de Hindley. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que tenían de separarla definitivamente de su compañero.
Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del agua.
Así que, aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses por el barro y el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido, mirando a la bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no hecha una desastrada como él.
-¿Y Heathcliff? -preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que de no hacer nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto blancos.
-Ven, Heathcliff -gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su traza de pilluelo, iba a producir a la señorita-. Ven a saludar a la señorita como los demás criados.
Catalina, al ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo entre risas:
-¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?
-Dale la mano, Heathcliff -dijo Hindley. Por una vez la cosa no importa que lo hagas.
¡Nada de eso!, replicó el muchacho. No quiero que se burlen de mí.
Y trató de alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.
-No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Contempló los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que con aquel contacto se le hubiese contagiado la mugre del rapaz.
¡No tenías por qué tocarme!, dijo él, separando su mano de un tirón. Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio. Y se lanzó fuera de la habitación, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor.
ACTIVIDAD SUGERIDA
- Lee el fragmento y compone un texto en el que un personaje no cambie de actitud ni de costumbres.
Frase de hoy: El Señor vigila atentamente al sabio y desmiente las afirmaciones del mentiroso. (Proverbios 22- 12)