El calor lo asaba en su piel. La frente, las axilas, le hervían como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no contaban los años. Él sabía que no habían muerto hasta entonces porque aprendieron a beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podían, y así llevaban los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre después de todo. Cuestión de acostumbrarse, no pensar en el agua.
Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar y los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron. Retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado.
El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleando de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento.
Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero.
Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas que quedaban.
En los rostros dormidos de sus hijos se veían las vertiginosas bolitas de los ojos, moviéndose bajo los párpados. El menor casi murió cuando él le chupó los pezones a la madre. Después le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio apilonó los huesos contra una tapia; los ordenó una y otra vez cuando se desarreglaban, pero cuando vio que era inútil, dejó que sus hijos jugaran con ellos, y así terminaron desperdigados por el patio.
La gente había perdido la noción del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero él sabía que el tren había pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y les revolvía las esperanzas. Tantas señas que le hicieron esa tarde, para nada. Venía y se iba pitando hasta perderse en la última raya de los campos con la fresca agitación que ellos sabían encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano murió de desesperación la tercera vez que lo vio alejarse; Marcelina no tuvo tiempo de salirse de enfrente cuando se interpuso en la vía; y así tantos otros.
Desde la seca nunca más sopló el viento en este pueblo.
Por las noches la luna proyectaba su luz sobre los ranchos convirtiéndolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses. Ya no quedaban muchos en el pueblo. La sed los fue matando, aunque todavía nacían algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se morían nomás los recién nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenían fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida.
Hijos, padre, compañero, palabras cuyo sentido se perdió con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez más insensibles y esqueléticos. Se seguían bebiendo los orines y las lágrimas. Era ya costumbre. Pero el tren reaparecía escrupulosamente con la fresca agitación de su vientre y los enajenaba. Les devolvía el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido por la tierra. Ese tren les ponía desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una maldición cada tres meses; como la seca inacabable; como el primer angelito que se quedó sin leche.
Alternancias de sol y luna, rueda de hábitos que no cesa; algunos muertos más y algún aislado nacimiento. Así pasaron los meses; y tenía tres hijos. Por aquel tiempo trataba de mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso.
Aquella siesta, cuando sintió el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los tomó como pudo a los tres por los brazos, los forzó a caminar a paso rápido hasta la vía; sacó una cuerda que llevaba bajo la camisa y los ató muy juntos uno al otro sobre los durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La esperanza les aceleraba el pulso mientras los niños miraban el cielo, enmudecidos, con los ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse, parar de a poco como si dudara todavía.
El asalto fue rápido. El maquinista tardó un poco más en morir porque Eleuterio era inexperto en el manejo del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados; entre empujones y codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretujó para beber primero. Se saciaron de agua, de frescura, y se fueron muriendo revolcados en el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los niños que seguían mirando fijamente el cielo.
Actividades sugeridas: - Extrae el tema central del fragmento, personajes, tiempo y lugar. ¿Parece creíble el texto?¿Podría llegar a suceder? La expresión ella se fue enseguida ¿que te sugiere? ¿La muerte puede insensibilizar a una persona?
- Escribe un texto con el tema del frío intenso, bien exagerado y dramatiza adaptándolo en un trozo cómico. El quinteto de calor, seca y falta de agua acompañados de carencia de recursos y atraso puede ser mortal, enumera medidas que tomar rápidamente para paliar o anticiparse a la calamidad.
Frase de hoy:El que aprende y pone en práctica lo aprendido se estima a sí mismo y prospera. Proverbio 19-8.
Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar y los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron. Retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado.
El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleando de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento.
Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero.
Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas que quedaban.
En los rostros dormidos de sus hijos se veían las vertiginosas bolitas de los ojos, moviéndose bajo los párpados. El menor casi murió cuando él le chupó los pezones a la madre. Después le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio apilonó los huesos contra una tapia; los ordenó una y otra vez cuando se desarreglaban, pero cuando vio que era inútil, dejó que sus hijos jugaran con ellos, y así terminaron desperdigados por el patio.
La gente había perdido la noción del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero él sabía que el tren había pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y les revolvía las esperanzas. Tantas señas que le hicieron esa tarde, para nada. Venía y se iba pitando hasta perderse en la última raya de los campos con la fresca agitación que ellos sabían encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano murió de desesperación la tercera vez que lo vio alejarse; Marcelina no tuvo tiempo de salirse de enfrente cuando se interpuso en la vía; y así tantos otros.
Desde la seca nunca más sopló el viento en este pueblo.
Por las noches la luna proyectaba su luz sobre los ranchos convirtiéndolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses. Ya no quedaban muchos en el pueblo. La sed los fue matando, aunque todavía nacían algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se morían nomás los recién nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenían fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida.
Hijos, padre, compañero, palabras cuyo sentido se perdió con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez más insensibles y esqueléticos. Se seguían bebiendo los orines y las lágrimas. Era ya costumbre. Pero el tren reaparecía escrupulosamente con la fresca agitación de su vientre y los enajenaba. Les devolvía el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido por la tierra. Ese tren les ponía desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una maldición cada tres meses; como la seca inacabable; como el primer angelito que se quedó sin leche.
Alternancias de sol y luna, rueda de hábitos que no cesa; algunos muertos más y algún aislado nacimiento. Así pasaron los meses; y tenía tres hijos. Por aquel tiempo trataba de mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso.
Aquella siesta, cuando sintió el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los tomó como pudo a los tres por los brazos, los forzó a caminar a paso rápido hasta la vía; sacó una cuerda que llevaba bajo la camisa y los ató muy juntos uno al otro sobre los durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La esperanza les aceleraba el pulso mientras los niños miraban el cielo, enmudecidos, con los ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse, parar de a poco como si dudara todavía.
El asalto fue rápido. El maquinista tardó un poco más en morir porque Eleuterio era inexperto en el manejo del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados; entre empujones y codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretujó para beber primero. Se saciaron de agua, de frescura, y se fueron muriendo revolcados en el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los niños que seguían mirando fijamente el cielo.
Actividades sugeridas: - Extrae el tema central del fragmento, personajes, tiempo y lugar. ¿Parece creíble el texto?¿Podría llegar a suceder? La expresión ella se fue enseguida ¿que te sugiere? ¿La muerte puede insensibilizar a una persona?
- Escribe un texto con el tema del frío intenso, bien exagerado y dramatiza adaptándolo en un trozo cómico. El quinteto de calor, seca y falta de agua acompañados de carencia de recursos y atraso puede ser mortal, enumera medidas que tomar rápidamente para paliar o anticiparse a la calamidad.
Frase de hoy:El que aprende y pone en práctica lo aprendido se estima a sí mismo y prospera. Proverbio 19-8.