Cargando...
PILATOS: Es el prototipo del hombre cobarde y acomodaticio, que conoce la verdad, que la defiende, pero hasta tanto no se vuelva contra sí mismo: un personaje que tenemos muy metido en las entrañas.
HERODES: Es el hombre curioso, sensualmente curioso. No le importa la vida ni la muerte de Cristo. Que decida Pilatos. A él sólo le interesa el milagro, el espectáculo. Y como Jesús rehúsa hacer un teatro, él hace un teatro con Jesús y lo entrega al escarnio. Representa a quienes gustan de la religión triunfal y prefieren un Cristo glorioso e imperial al siervo sufriente de la Biblia. Es símbolo de la concupiscencia de los ojos, esa ansia de ver, palpar, sentir y gozar, que es la disposición más opuesta al auténtico sentido de fe.
JUDAS: Es la figura haciendo el peor papel del Evangelio. Satanás le hizo caer en las tres tentaciones. El hijo de Simón Iscariote quería, al parecer, un Jesús que multiplicara panes y monedas, que volara sobre alas de ángeles y que se apoderara de todos los reinos de la Tierra. Cuando advirtió que Jesús dejaba perder todas las oportunidades de obtener ventajas temporales, lo abandonó y vendió. Frente al drama desencadenado de la traición, recapacitó, se dolió y se arrepintió. Pero no traspasó el cerco de su angustia personal. No orientó su dolor hacia Cristo, como lo hizo Pedro. Se replegó sobre su remordimiento, y cayó en la desesperación.
LOS SACERDOTES Y LOS FARISEOS: Miniaturistas de la ley, eternos rasgadores de vestiduras, representan la hipocresía y, además, el enceguecimiento y la obstinación. Son los que se aferran a su pecado y no se dejan salvar por Cristo.
BARRABÁS: Es el hombre que sigue de cerca -materialmente- el drama de la redención; más aun, es aquél por quien Cristo muere a cuenta personal, pero que se mantiene, al parecer, con neutralidad indiferente, al margen del acontecimiento sacrosanto.
LOS SOLDADOS Y ESBIRROS: Estos se reparten los despojos de Jesús, quedan como Barrabás, al margen del drama de la pasión. No se prestan atención. Juegan a otra cosa. A los dados, por ejemplo.
EL MAL LADRÓN: Creyó en su materialismo, ver en Jesús una ocasión propicia para librarse del suplicio y de la muerte. Cristo le dio tan sólo la respuesta silenciosa del sufrimiento sereno y aceptado. El ladrón no quiso escuchar esa respuesta. La paciencia de Cristo le desesperó y así pasó a la historia como símbolo de despecho e impenitencia.
EL BUEN LADRÓN: Es la parábola del hijo pródigo y de la oveja perdida que se convierten en historia vivida y existida. Más aún: es el pecador arrepentido que, sin captarlo puntualmente, se ofrece a Cristo para ayudarle en su pasión redentora.
MALCO: Personifica al hombre común y corriente, pieza a menudo inconsciente del engranaje del mal, que no tiene culpa de su función y situación, a quien Dios le tiene en cuenta esa inculpabilidad, y le deja caer en su amor, un signo de su gracia.
SIMÓN DE CIRENE: Es el hombre llamado ocasionalmente a una vocación extraordinaria, que escala el calvario arrastrando la cruz de Cristo, que cae de bruces junto a él, y asume toda la traza de quien va a ser ajusticiado con Cristo, contribuyendo con todo a la epopeya de la redención.
EL CENTURIÓN: Que reconoció que Jesús era hijo de Dios, es el prototipo de quienes, movidos por la gracia, abren su corazón a la verdad.
PEDRO: Es el arquetipo evangélico de mayor densidad significativa. ¿Qué hace Pedro?, o mejor, ¿qué no hace? Pedro; pregunta, manda, interrumpe, baladronea, se acobarda, niega, llora. Habla bajo la inspiración de Dios y también a instigación del Diablo. Es piedra de la Iglesia y piedra de escándalo. Saca la espada para cortar orejas enemigas y se desmorona luego delante de una criada. Hace, en fin, todos los papeles del santo y todos los del pecador.
JUAN: El discípulo que permanece con Cristo hasta el final, es el prototipo del preservado, objeto de predilección por parte de Dios, en quien hay que saber respetar y admirar los dones del cielo. Jesús lo ama, ¿y a nosotros qué? Quienes somos pecadores debemos agradecer a Dios que haya quienes no son como nosotros.
MARÍA: De pie, enhiesta como una llama bajo los cielos agonizantes, abrazada a la cruz donde cuelga el fruto bendito de su vientre, es la Madre universal de los hombres que, anegada en la tortura de un gran alumbramiento espiritual, cumple con su misión personal de engendrarnos a la vida de los hijos de Dios. Es la fiel servidora de Dios y la primera cumplidora del Evangelio.
¿Y NOSOTROS?: Por desgracia, frente a Cristo, hacemos alternativamente el papel de Pilatos, el de Pedro, el de Herodes, el de Caifás; a veces el del buen ladrón o el de Simón de Cirene. Cristo permanece siempre idéntico a sí mismo. Pero nosotros, bien lo amamos, bien lo traicionamos; hoy lo ayudamos a llevar la cruz y mañana ayudamos a los sayones a clavarlos en ella. Evidentemente, nuestra tarea, nuestra humilde tarea, es ir destruyendo progresiva, pero enérgicamente cuanto hay en nosotros de Caifás, de Judas y de Pilatos, y acrecentando cuanto podamos tener de Cirene, Juan o María.
HERODES: Es el hombre curioso, sensualmente curioso. No le importa la vida ni la muerte de Cristo. Que decida Pilatos. A él sólo le interesa el milagro, el espectáculo. Y como Jesús rehúsa hacer un teatro, él hace un teatro con Jesús y lo entrega al escarnio. Representa a quienes gustan de la religión triunfal y prefieren un Cristo glorioso e imperial al siervo sufriente de la Biblia. Es símbolo de la concupiscencia de los ojos, esa ansia de ver, palpar, sentir y gozar, que es la disposición más opuesta al auténtico sentido de fe.
JUDAS: Es la figura haciendo el peor papel del Evangelio. Satanás le hizo caer en las tres tentaciones. El hijo de Simón Iscariote quería, al parecer, un Jesús que multiplicara panes y monedas, que volara sobre alas de ángeles y que se apoderara de todos los reinos de la Tierra. Cuando advirtió que Jesús dejaba perder todas las oportunidades de obtener ventajas temporales, lo abandonó y vendió. Frente al drama desencadenado de la traición, recapacitó, se dolió y se arrepintió. Pero no traspasó el cerco de su angustia personal. No orientó su dolor hacia Cristo, como lo hizo Pedro. Se replegó sobre su remordimiento, y cayó en la desesperación.
LOS SACERDOTES Y LOS FARISEOS: Miniaturistas de la ley, eternos rasgadores de vestiduras, representan la hipocresía y, además, el enceguecimiento y la obstinación. Son los que se aferran a su pecado y no se dejan salvar por Cristo.
BARRABÁS: Es el hombre que sigue de cerca -materialmente- el drama de la redención; más aun, es aquél por quien Cristo muere a cuenta personal, pero que se mantiene, al parecer, con neutralidad indiferente, al margen del acontecimiento sacrosanto.
LOS SOLDADOS Y ESBIRROS: Estos se reparten los despojos de Jesús, quedan como Barrabás, al margen del drama de la pasión. No se prestan atención. Juegan a otra cosa. A los dados, por ejemplo.
EL MAL LADRÓN: Creyó en su materialismo, ver en Jesús una ocasión propicia para librarse del suplicio y de la muerte. Cristo le dio tan sólo la respuesta silenciosa del sufrimiento sereno y aceptado. El ladrón no quiso escuchar esa respuesta. La paciencia de Cristo le desesperó y así pasó a la historia como símbolo de despecho e impenitencia.
EL BUEN LADRÓN: Es la parábola del hijo pródigo y de la oveja perdida que se convierten en historia vivida y existida. Más aún: es el pecador arrepentido que, sin captarlo puntualmente, se ofrece a Cristo para ayudarle en su pasión redentora.
MALCO: Personifica al hombre común y corriente, pieza a menudo inconsciente del engranaje del mal, que no tiene culpa de su función y situación, a quien Dios le tiene en cuenta esa inculpabilidad, y le deja caer en su amor, un signo de su gracia.
SIMÓN DE CIRENE: Es el hombre llamado ocasionalmente a una vocación extraordinaria, que escala el calvario arrastrando la cruz de Cristo, que cae de bruces junto a él, y asume toda la traza de quien va a ser ajusticiado con Cristo, contribuyendo con todo a la epopeya de la redención.
EL CENTURIÓN: Que reconoció que Jesús era hijo de Dios, es el prototipo de quienes, movidos por la gracia, abren su corazón a la verdad.
PEDRO: Es el arquetipo evangélico de mayor densidad significativa. ¿Qué hace Pedro?, o mejor, ¿qué no hace? Pedro; pregunta, manda, interrumpe, baladronea, se acobarda, niega, llora. Habla bajo la inspiración de Dios y también a instigación del Diablo. Es piedra de la Iglesia y piedra de escándalo. Saca la espada para cortar orejas enemigas y se desmorona luego delante de una criada. Hace, en fin, todos los papeles del santo y todos los del pecador.
JUAN: El discípulo que permanece con Cristo hasta el final, es el prototipo del preservado, objeto de predilección por parte de Dios, en quien hay que saber respetar y admirar los dones del cielo. Jesús lo ama, ¿y a nosotros qué? Quienes somos pecadores debemos agradecer a Dios que haya quienes no son como nosotros.
MARÍA: De pie, enhiesta como una llama bajo los cielos agonizantes, abrazada a la cruz donde cuelga el fruto bendito de su vientre, es la Madre universal de los hombres que, anegada en la tortura de un gran alumbramiento espiritual, cumple con su misión personal de engendrarnos a la vida de los hijos de Dios. Es la fiel servidora de Dios y la primera cumplidora del Evangelio.
¿Y NOSOTROS?: Por desgracia, frente a Cristo, hacemos alternativamente el papel de Pilatos, el de Pedro, el de Herodes, el de Caifás; a veces el del buen ladrón o el de Simón de Cirene. Cristo permanece siempre idéntico a sí mismo. Pero nosotros, bien lo amamos, bien lo traicionamos; hoy lo ayudamos a llevar la cruz y mañana ayudamos a los sayones a clavarlos en ella. Evidentemente, nuestra tarea, nuestra humilde tarea, es ir destruyendo progresiva, pero enérgicamente cuanto hay en nosotros de Caifás, de Judas y de Pilatos, y acrecentando cuanto podamos tener de Cirene, Juan o María.