Jesús da la respuesta usando textos del Deuteronomio y del Levítico, sin embargo, agregando una inmensa novedad, que es unir los dos mandamientos y ponerlos como centro de toda espiritualidad cristiana.
Además, el texto de Levítico 19,18 habla del amor al prójimo en un sentido bastante nacionalista, y el Señor le da amplitud universal: ya no importa tanto la patria, la raza, el color de la piel, la opción política, el estatus económico: lo esencial es mostrar actitud de Buen Samaritano.
El primer mandamiento es amar a Dios, porque Él es el único Señor, de modo a no tener ídolos dentro del corazón, especialmente una ambición desordenada de bienes y de poder. Esta avidez desplaza a Dios del espíritu humano y se instaura el dominio de los instintos y de la corrupción.
Igualmente, amar a Dios es el más importante de los mandamientos, porque es la fuente del amor al prójimo. Sin la fuerza de este amor divino, nuestro amor al semejante fácilmente se deja llevar por sentimientos egoístas, donde el criterio no es la necesidad del otro, sino tomar la actitud que nos trae más ventajas y que más nos complace.
Amar a Dios es amar a lo que Dios ama, y Dios ama a todos los seres humanos, y cuida cariñosamente de cada uno de ellos.
Declarando que es necesario amar a Dios con toda el alma, con todo el corazón y con todo el ser, el Divino Maestro une la fe y la vida, pues uno de los dramas de sus seguidores es la dicotomía entre lo que se cree, y lo que se practica, una división nociva entre las obras y las palabras.
El segundo mandamiento es semejante al primero, que es amar al prójimo como a sí mismo, para evitar el peligro del espiritualismo.
El prójimo es el ser humano real, posiblemente con dificultades, que está cerca de nosotros, en nuestra casa y en nuestro ambiente laboral. Este amor debe manifestarse en un compromiso eficaz de promoción humana, de ternura y de justicia.
Amar al prójimo “como a sí mismo” también implica el constante esfuerzo para no caer en las trampas del narcisismo.
Paz y Bien.