No es la primera vez que el Papa Francisco pone de resalto el rol de la mujer, recordemos que de las paraguayas dijo que son “las más gloriosas”. En ese sentido ya sean de acá o de Papúa Nueva Guinea, las mujeres desempeñan un rol crucial en el tejido social y en la economía de cualquier país.
Sin embargo, esta realidad coexiste con una falta de reivindicaciones laborales y salariales y con una creciente ola de violencia y feminicidios que golpean a las mujeres en el día a día. Aplaudir su esfuerzo resulta vacío si no se respalda con acciones concretas para remediar las injusticias.
Pese al encomio del Papa Francisco, Papúa Nueva Guinea o Paraguay destacan como ejemplos de contradicciones. En ese país, las mujeres enfrentan niveles alarmantes de violencia de género. Casos de linchamientos por supuesta brujería y violaciones sistemáticas de sus derechos fundamentales son la cruda norma. Los datos son contundentes y sombríos: ¿cómo aceptar que las mujeres llevan adelante un país cuando, a menudo, sus voces son silenciadas y sus vidas, brutalmente arrebatadas?
Pero la situación de desventaja de las mujeres, obviamente, no es exclusiva de Papúa Nueva Guinea. A nivel global, las mujeres siguen enfrentando una discriminación sistémica que se traduce en brechas salariales alarmantes, con diferencias que llegan hasta el 20% menos que sus colegas varones por el mismo trabajo. Adicionalmente, la precarización laboral y la falta de acceso a cargos de poder continúan subyugando a la mitad de la población mundial a un estatus secundario. ¿Acaso no es hora de que estas desigualdades sean abordadas con la misma urgencia con la que se enuncian los elogios?
El reconocimiento del Papa es un paso, pero lamentablemente, solo eso: un primer paso. Se requiere más que palabras benevolentes; se requieren de políticas públicas robustas que garanticen la igualdad de género, penalicen con severidad la violencia de género y aseguren la plena participación de las mujeres en todos los ámbitos de la vida social, política y económica.