El Archivo del Terror –como se le dio en llamar- sirvió para enviar a la cárcel a muchos de los que construyeron ese archivo; también para conocer el origen del Plan Cóndor y todas –o gran parte- de las atrocidades que por 35 años se cometieron desde el stronismo.
Gran parte de su vida Almada la dedicó en servir a la comunidad desde la educación y el sindicalismo. Fundó el colegio “Juan Bautista Alberdi”, en San Lorenzo, con la idea de democratizar la educación y alcanzar una vida más holgada para los maestros. Escribió “Paraguay, educación y dependencia” para difundir sus ideas las que prendieron la alerta en la dictadura, siempre muy atenta a cualquier gesto que no proviniese de ella misma. Cuando reunió a los maestros en un sindicato, y les habló de casa propia, bajos salarios y la necesidad de una mejor capacitación desde el Estado –la que estaba obligado- se iniciaron los hostigamientos. Cuando Almada denunciaba que a los maestros se los obligaba a someterse al poder partidario, estalló la rabia de la dictadura. Demasiadas verdades juntas para soportarlas. Además, la prédica de Almada crecía en distintos puntos del país.
La única forma de detener “a ese maestrito” en su tarea sindical que iba en “peligroso” aumento, era que la dictadura echase manos a su especialidad: el apresamiento y la tortura. Y así fue en 1974. En la policía no solo le aplicaron el tormento físico a él, también a la esposa que no fue detenida pero la salvajada de los torturadores también la alcanzó de la peor manera: la hacían escuchar por teléfono las sesiones de tortura al marido. Murió de un infarto.
Estuvo 3 años preso. Consiguió su libertad por una fuerte presión internacional. Se exilió en Panamá de donde pasó luego a Francia y trabajar en la Unesco, de París. Regresó al Paraguay cuando cayó la dictadura, en febrero de 1989, y se dio íntegro a la tarea de defender los derechos humanos. Había mucho que hacer después de que esos derechos pasaran por una larga y corrupta dictadura.
En esta tarea se encontraba cuando le llegó la noticia que habría de cambiar para siempre la percepción del stronismo. Se conocía y padecía sus procedimientos, pero no había forma de probarlos ante una demanda judicial. Este espacio vacío se llenó sobradamente con los documentos encontrados en Lambaré, el 22 de diciembre de 1992.
En este hallazgo milagroso juega un rol protagónico el comisario principal (SR), Ismael Aguilera Martínez, cuyo nombre se mantuvo oculto por muchos años para preservarlo de una segura represalia. El año pasado, Aguilera dio a conocer un libro, “Mi lucha por la verdad”, en el que cuenta: “Supe que se habían llevado desde el Departamento de Investigaciones a la unidad de Lambaré (...) Esa noche apenas pude dormir pensando que no se debía perder tiempo si se quería que la documentación guardada no llegase a ser destruida en su totalidad”. Fue cuando dio aviso confidencial a las personas que podrían intervenir de inmediato. Aguilera agrega: “Este hecho es el germen de uno de los acontecimientos históricos más notorios de la era democrática en Paraguay, ya que se da como paso previo en un descubrimiento de gran trascendencia. Mi participación, considero, fue de vital importancia”.
Sí, fue vital. Se expuso a una severa represalia de la institución que intentó borrar las huellas de sus propios horrores.
El resto ya se sabe. Los documentos, guardados en el Palacio de Justicia, sirvieron para denunciar a los represores y sirven a los investigadores para consultar y explicar un pasado cuyo regreso nadie desea, aunque en el horizonte político se alzan nubes preocupantes.