Cuando la miseria es un buen negocio

Desde hace 25 años o más, sucesivos gobiernos han anunciado con grandes titulares y encendidos discursos la inminente puesta en marcha de planes y compromisos tendientes a la construcción de nuevos centros de reclusión. Por otro lado, también se ha comprometido la reforma y modernización a través de diferentes acciones para la optimización de la administración carcelaria y las instalaciones edilicias de la Penitenciaría Nacional de Tacumbú, que deberán afectar directamente el régimen de vida de los internos. De esta forma, prometieron y siguen prometiendo mejorar de alguna forma la miserable condición en que allí pasan los días miles de personas privadas de su libertad.

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De la misma manera, pero en sentido inverso, durante todos estos años no se ha informado de un solo plan llevado a cabo de inicio hasta el final, ni de los resultados obtenidos. Grandilocuentes expresiones de Ministros de Justicia y del Interior han caído indefectiblemente en saco roto con el paso de los meses y años, sin consecuencias políticas para ninguno de ellos. Tampoco tenemos noticia de que uno solo o algún Director de una institución penitenciaria nacional haya sido condenado por los cientos de crímenes y atrocidades ocurridos allí adentro, de los que son responsables en gran medida.

Tacumbú es el estandarte de un sistema penal colapsado, pero también perverso. Nuestra cárcel más importante y ubicada en la capital, no tiene razón de ser en el país que posee la mayor hidroeléctrica del mundo. En los horribles pabellones y edificios que lo componen, ubicados totalmente fuera de contexto en medio de zonas densamente pobladas, pasan sus días en forma infame aproximadamente 3.000 reos, de acuerdo a cifras oficiales, tan creíbles como las instituciones en donde se originan. Técnicamente, las instalaciones tienen capacidad para 1.500 reclusos, por lo que están abarrotadas y los presos viven literalmente hacinados.

El objetivo de una cárcel es el de privar a los individuos de su libertad. Este castigo, contemplado en la ley, deberá aplicarse sobre las personas condenadas por diferentes delitos. Es bien sabido que, en los establecimientos penitenciarios, dadas sus características especiales y la naturaleza de los recluidos en ellos, pueden y de hecho ocurren delitos de todo tipo relacionados entre otros a la organización interna (o a la falta de ella) y a la corrupción que nunca falta. Pero la forma en que los derechos de las personas son violados en este lugar supera toda ficción.

Quizás el único sector que escapa a esta vergüenza es el Pabellón Libertad, solventado y administrado por comunidades religiosas de orientación cristiana, en donde los reclusos, previo consentimiento y compromiso personal, aprenden oficios, trabajan y pueden estudiar, llegando inclusive a ganar algún dinero en forma lícita. Allí el alcohol, tabaco y pornografía están prohibidos, so pena de ser trasladados nuevamente a los pabellones comunes. Los baños son limpios, los internos duermen sobre colchones y consumen comida saludable. Un oasis en medio del infierno que es el resto del penal.

La gran mayoría de la población penitenciaria, debe sufrir en carne propia el hecho de que en Tacumbú, los conceptos de reeducación y reinserción social no existen. Así, en medio de esa miseria, se forman clases o castas. Una de ellas, compuesta por un porcentaje grande de la población penal de escasos o nulos recursos, sobrevive comiendo lo que hay o encuentra y durmiendo de cualquier modo.

Por otro lado, están los cientos de reclusos que tienen algún poder económico, sea propio o proveído por sus familias: A cada uno de ellos le es cobrada una cuota, que según el monto en cuestión le dará derecho a una celda más confortable que puede tener hasta aire acondicionado, pasando por meter cosas de afuera, o sencillamente asegurar un sitio para tirar su colchón para dormir a la noche con la seguridad de no ser asesinado.

Todo está mal aquí: Desde visitar a un interno, cuando en seguida le es ofrecido a uno obviar el cateo para “dejar pasar” alguna cosita traída. Presos tirados en el piso, delirando a causa del consumo de drogas. Suciedad sin nombre en medio de miles de hombres ociosos. Aquí todo tiene precio: La diferencia está en tener plata o no, y eso es lo único que separa estos muros de toda la inmundicia que es proveída desde las docenas de sitios ubicados a pocos metros y que a nadie parecen llamar la atención. No solo hay vía libre para que las cosas entren, este lugar tampoco cumple con su objetivo de prever la comisión de delitos por los delincuentes encerrados: Siempre existieron los “permisos” para salir.

Hace un par de años, el periodista y exconvicto británico Raphael Rowe visitó Tacumbú, donde se le permitió vivir cierta cantidad de días y grabar un documental. Al salir, nos quedamos pasmados cuando le escuchamos declarar a este señor duro que ya había estado en lugares similares en todo el mundo “esta cárcel es probablemente una de las más peligrosas del mundo. No debería existir, deberían dinamitar todo el predio y construirlo de nuevo”.

Hace solo un par de días, volvió a quedar claro que las autoridades no tienen ni por asomo el control sobre el penal, en donde los líderes de los reclusos dan las órdenes, y los desmotivados guardiacárceles son los primeros en solicitar “que se atiendan los pedidos de los presos”. Estamos ante un enorme negocio, que lucra de la miseria humana, y que a demasiada gente le interesa que no se acabe.

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