El país soportó una larga y angustiosa noche, y su madrugada, de ansiedad, hasta que por fin el día 3 amaneció con la sustitución de un general por otro en el poder del país, pero con la esperanza y la sensación del pueblo de haberse sacado un yugo de encima.
Con Stroessner, el eje del poder de la República permaneció en el Palacio y en los cuarteles, y con el golpe, continuó estando ahí, pero ya bajo la batuta del general Andrés Rodríguez, con un ambicioso coronel al acecho, Lino Oviedo, que desde el inicio pretendió mantener la tutela militar sobre la gestión política. El Partido Colorado no opuso resistencia al deseo de Rodríguez de arreglar primero la casa antes de entregarla, y así se hizo.
El general Rodríguez fue electo, por así decirlo, con una amplia mayoría de 882.957 votos sobre 241.829 de su principal contrincante, Domingo Laino, del PLRA, quien en ese entonces aglutinaba a la oposición. Los comicios se realizaron aún con todos los vicios electorales de la dictadura, pero nadie los puso en duda por asumirse que la elección fue un reconocimiento a Rodríguez y a las Fuerzas Armadas por los favores recibidos. Nadie tampoco advirtió que con dicho reconocimiento se estaba haciendo un blanqueo automático del Partido Colorado, por su apoyo impune a la dictadura corrupta y criminal de Stroessner, cuyo esquema se lacró en una sociedad inquebrantable de Gobierno/Fuerzas Armadas/Partido Colorado.
Tal era el entusiasmo y la emoción colectiva que produjo el destape, que pasó desapercibida la promesa del general Rodríguez, evidentemente consensuada antes con la cúpula colorada ganadora, para decir como consigna revolucionaria un postulado fascista: “que el golpe era por la unidad del Partido Colorado en el Gobierno”.
La oposición política de entonces, que ya venía conviviendo con la dictadura en una especie de lujuria política que no pasaba del deseo carnal de la vanidad, con algunas rupturas de por medio, no creyó haber llegado el momento de vestir los pantalones largos para desafiar a los generales, ni tan solo negociar una transición pactada sobre la base de un cimiento sólido para la futura democracia.
No obstante, la nueva y vieja clase política lograron estirar el cuero a la cúpula militar hasta lograr meter de nuevo a los uniformados a los cuarteles, menos al general Oviedo, y pusieron a dedo, y con trampa electoral, en la presidencia de la República al ingeniero Juan Carlos Wasmosy, primer civil instalado en ese lugar luego de la era militar, iniciada en 1936 con el golpe del coronel Rafael Franco, que a su vez termino así con la era liberal.
La Constitución de 1992 fue el logro más destacado de la transición, que refleja más aproximadamente la demanda de una sociedad deseosa y dispuesta a dar el salto a un nuevo siglo que se avecinaba entonces y con ello ingresar a la modernidad. Se crearon nuevas instituciones republicanas y se impulsaron todas las reformas posibles con gran apoyo y cooperación externa.
El deterioro de la joven democracia puso sus pies cuando el dinero inauguró su reino en las urnas. Comenzó tímidamente con el infaltable rebusque de rubros del Estado para los partidos políticos por el doble mérito de gastar en campaña y supuestamente educar a sus afiliados, además de fortalecer a una gigantesca Justicia Electoral sobrecargada con el tiempo de operadores políticos, disfrazados de funcionarios.
Pronto el narcotráfico se dio cuenta que la política era un terreno manso y noble para sus operaciones y proyectos de expansión e impunidad. Comenzó a convertir a muchos en narcos con inmunidades y fueros, hasta transformar las instituciones, en especial al Parlamento en una cueva de capos de la mafia y llevar al extremo de convertir al Paraguay en una republiqueta considerada por Estados Unidos como país donde la gente elige presidente de la República, vicepresidente y presidente del Partido Colorado significativamente corruptos y vedados a realizar operaciones financieras en el exterior.
La consigna fascista del general Rodríguez ,de terminar con la dictadura de Stroessner para profesionalizar las Fuerzas Armadas, apoyar a la iglesia católica y bregar por la unidad del Partido Colorado en el Gobierno, terminó el 15 de agosto de 2008, cuando la oposición se instaló en el Palacio de Gobierno, bajo la batuta del exobispo monseñor Fernando Lugo y el apoyo del partido Liberal.
Fue cuando el Partido Colorado entendió que necesitaba una nueva tutela para seguir en el poder y decidió tranquilamente alquilarse y luego venderse a un buen postor: al mejor corredor de talentos inescrupulosos del momento, Horacio Cartes, quien efectivamente los reinstaló en gobierno y a los 34 años de la iniciación de la democracia no titubea en tirarla por la borda para protegerse él y proteger sus negocios. Poco importa a los colorados que tanto Cartes, como expresidente de la República y hoy presidente de la ANR y Hugo Velázquez, vicepresidente de la República, sean calificados de significativamente corruptos y no aptos para viajar a los Estados Unidos ni realizar operaciones financieras con ese país.
Con 34 años, la democracia paraguaya está en retroceso. Le está ganando una élite política prostituida por la corrupción desmedida, por la infiltración del dinero sucio del tráfico de drogas peligrosas. A ello debe sumarse la indiferencia ciudadana y los partidos políticos vacíos de ideas y contenido, así como de aporte ético y cultural para desarrollar la democracia.
Hoy, antes que celebrar un aniversario más del golpe de Estado y su consigna fascista, se debería recordar con preocupación el inicio de una democracia incierta. Es un día para meditar sobre qué papel corresponde a la ciudadanía en el freno necesario y urgente a tantos desmanes que los paraguayos no merecemos, ni deberíamos soportar. Ninguna democracia puede prosperar con la narco política como herramienta. Erradicarla está en poder de la ciudadanía, no de ningún mesías.