30 años de la Constitución de 1992

A treinta años de vigencia de la Constitución de 1992 el sistema político paraguayo experimenta una extraña paradoja. Cuenta con la Constitución más democrática de su historia, pero padece el momento más iliberal. Las instituciones se integran siguiendo ciertos rituales, que no alcanzan estándares constitucionales rigurosos y, desde ellas, se ejerce el poder con criterio político sin mayor sustento jurídico negando en muchas ocasiones derechos ciudadanos. Paraguay, lamentablemente, es una democracia iliberal.

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Jóvenes constitucionalistas, aquellos formados bajo esta Constitución, resaltan con buenos argumentos, que nuestra democracia normativa es catalogada como una “democracia constitucional”. Lo cual es distinto de calificar así al actual proceso político o, en su caso, usando un antiguo término al régimen político imperante. Aquello que en realidad es.

A ese nivel, que no es teórico, sino de realidad normativa –sí, hay algo más ahí en el medio entre teoría y práctica y es un marco normativo vigente– se podría argumentar, asimismo, que nuestra democracia normativa es una del tipo “democracia republicana” acorde a lo plasmado en el propio preámbulo de la Constitución de 1992. ¿Cuál sería la diferencia? ¿Tendría alguna utilidad teórica o práctica? O, sencillamente, ¿con diferentes denominaciones se llegarían a las mismas conclusiones? Hay coincidencias, pero los acentos son diferentes. Mientras en un tipo, se resalta la virtù repubblicana: aquellas cualidades deseables de responsabilidad en las obligaciones, tolerancia a las otras ideas políticas y religiosas, respeto a las diferentes libertades de las personas y honestidad en el manejo de lo público. En el otro, se acentúan los límites constitucionales al ejercicio del poder, actos de gobierno y decisiones políticas que deben estar fundados en la Constitución y acordes al rule of law. La política es libre en el mundo de las ideas, pero está sujeta al control constitucional en un sistema institucional de gobierno. Ahora bien, en ambos casos, quienes acceden al poder deben hacerlo por medio de las reglas democráticas, donde el rol del elector es insustituible. En todos los casos y momentos, se requiere de una ciudadanía activa y una opinión pública fortalecida.

El sistema constitucional así descrito es complejo y poco atractivo para sociedades políticas que tuvieron otros estándares, como la paraguaya antes de la Constitución de 1992. Tal vez por ello es obviado por los actores políticos, que operan con otras reglas y capacidades cognitivas, más propias de la captura y retención del poder en la real politik como dirían los académicos o, sencillamente, guiados por códigos de gánster o sinvergüenzas dicho en forma coloquial.

En ese contexto, la Constitución es relegada, no es tomada en cuenta a la hora de las decisiones y su lugar es ocupado por el Tendota, cuya voz tiene predicamento y su palabra es ley. En esa línea de sujeción están los Tembiguái, que experimentan necesidades y requieren retribución inmediata. Pero, no todo es una consecuencia de pobreza, de desigualdades y relación nefasta con el poder político autoritario. Aun ahí, donde hay riqueza e instrucción formal existen otros Tembiguái que prefieren los bajos estándares de la real politik paraguaya, pues están acostumbrados a acordar con el poder y a retribuirlo, manteniendo así sus privilegios y solucionado sus asuntos. En todos los casos, la educación democrática está ausente o se la considera naíf. Entonces, ¿dónde reside el fracaso? ¿En la sociedad o en la Constitución? A mi entender, ninguna reforma constitucional solucionará los problemas de la democracia paraguaya. No son mayormente de índole jurídico-normativo. Estos, en nuestra cultura son más bien tenidos como accidentales, no es lo principal. El buen gobierno podría darse bajo esta Constitución. Pero, ya pasaron treinta años. Debemos, primera y urgentemente, reformar la política y ajustar su práctica al derecho.

(*) Abogado constitucionalista e investigador jurídico independiente.

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