Idolatría al conocimiento

El hombre tiende a tratar de darle sentido a todo lo que lo rodea, buscar en lo más recóndito la explicación. Nuestro conocimiento se nutre de los porqués y los cómos, de las respuestas complicadas a preguntas simples. Eso es lo que convierte en maravillosa la difícil búsqueda del saber. Nos sentimos tan orgullosos de nuestra sabiduría que la encerramos en colosos de mármol y cristal, la embellecemos con oro y zafiros para poder elevarla al pedestal de la eternidad. Y el monolito en el que encerramos la duda implosiona al sentir el brillo de lo que trabajamos por conquistar, ahí reside la grandeza del conocimiento.

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Es un escudo ante la ignorancia, una linterna para la oscuridad de las preguntas; una ayuda, una muleta.

Y es que el conocimiento no es un ente ni tiene conciencia, la sabiduría es una liendre, un piojo que nos engancha con unas frágiles mandíbulas. Nos infecta con su veneno para transportarnos a un lejano continente. Pero no es nada sin nosotros, se extingue al no tener un portador, se convierte en polvo y derrite su recuerdo en el tiempo si lo dejamos atrás. Eso lo saben aquellos que dedican su vida a la recolección y cuidado de este efímero bien. Es por eso que existen escribas y pensadores, filósofos y biólogos, arqueólogos y médicos; es por ello que existe la relación mutualista entre los que revelan y los que lo heredan.

Hemos basado nuestra evolución en eso, crecimos gracias a este sistema binario. Convertir un palo en un arma y un arma en una pluma. Pero cuando entran en la ecuación los sabihondos, los repipis, los pedantes, el avance entra en pérdida. Se tambalea la maratón y la vida del conocimiento se acorta. Porque los repelentes son vidrio sin sol, un jarrón de plástico vacío, no tienen esencia ni aroma. Son masas sosas y sin forma, un disco rayado del tema que dicen saber. Son la perdición de la paciencia, las campanas de la desesperación.

Los plastas ya han invadido todos los sectores, han abierto un millón de frentes para hacerse con un espacio en el foco público. Llenan platós de televisión, rellenan horas en la radio, vomitan palabras en los periódicos para seguir alimentando su egolatría. Son megalómanos sin parangón, utilizan las amenazas y sus pocos escrúpulos para conseguir sus metas. Son aduladores del perfume de la sabiduría, adictos crónicos del bálsamo de la atención. Y ahora que han visto que no existen límites, se ha expandido el síndrome, ya no hay fronteras que los retengan.

Como ratas hacia el calor se han movilizado en masa hacia el centro del espejo público para presentar su rostro ante las masas. Les encanta que hablen de ellos, que los citen, que los señalen, que los miren; adoran la adrenalina que les da estar frente a un grupo, esa sensación de vulnerabilidad y superioridad que te da estar frente a una multitud.

Y es que este problema no ha hecho nada más que empezar, el sistema educativo al que nos hemos encadenado no hace más que crear e incitar la creación de hordas de estos pedantes. El pensamiento cuadrado y sólido de la enseñanza inflexible beneficia a los listillos y denigra el viaje que alimenta el pensamiento crítico porque hay que cargar con los intrusos, los parásitos. Hasta que no cambie esto, hasta que no se le niegue el alimento a la bestia engullidora de atención, no mejorará la situación, porque la hambruna moviliza a las masas hacia nuevas tierras, alejándose de los espacios críticos y llevándolos adonde no pueden causar mayor problema que el ridículo. [FIRMAS PRESS]

*Escritor panameño.

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