En el siglo XXI el ser humano no cambió de naturaleza. Es la misma que mostraba en las cavernas. Es distinto hoy en su forma exterior, los instrumentos que maneja, la velocidad asombrosa para comunicarse, moverse, construir sus comodidades, darse a la invención o descubrimiento de tecnologías y ciencias, dominar la naturaleza hasta cierto punto; pero hay algo que no se le ha borrado del alma desde los tiempos en que caminaba con los pies y las manos: la agresión despiadada al semejante.
. Los libros de Tucídides y de Herodoto, de 2.500 años, dan testimonio de que la antigüedad es siempre actual. El pasado es hoy. La crueldad es la misma en todos los momentos de la historia, salvo los instrumentos para ejercerla.
A favor de quienes vivieron los tiempos de la barbarie podríamos decir que carecían de legislaciones que regulasen su comportamiento. No disponían de referencias éticas como las que hoy humanizan nuestros actos. O deberían de humanizarlos. Hoy, aun en la salvajada de la guerra, hay convenios internacionales que obligan a las partes a someterse a una conducta indulgente. ¿Es esta la conducta de Putin? Desde luego que no. Es la misma que la del expresidente de los Estados Unidos, George Bush, que en marzo de 2003 llevó a la ruina a Irak y dejó al mundo más inseguro.
El pretexto de Bush fue que el tirano Sadam Husein poseía armas de destrucción masiva. Los técnicos de las Naciones Unidas, que hurgaron en todos los recovecos, aseguraron hasta el cansancio que tales armas no existían. “¡Existen!”, vociferó Bush al universo. Le creyeron –o hicieron como si creyesen- los gobiernos de Inglaterra y de España. Se aliaron para derrocar a un dictador desalmado e instalar la democracia. Y con ésta, el respeto a los derechos humanos, el desarrollo económico y social, la paz, la justicia y la prosperidad. Bagdad volvería a tener el mágico encanto de Las mil y una noches. Pero solo fue para que los iraquíes añoraran a Husein. Les fue –les sigue yendo- inmensamente peor.
Es la senda que van a recorrer los ucranianos de las manos asesinas de Putin. ¿Estarán mejor con un gobierno títere? Por de pronto, van a perder su libertad, esa por la que dan la vida o huyen al extranjero para salvarla, para que sus niños vivan.
¡Huir al extranjero! Vemos cómo lo hacen, apenas con lo puesto, dejando atrás la comodidad de vivir en el propio país luego de días de buscar el camino que los aleje de la crueldad de otros seres humanos, tan castigados como sus propias víctimas. También los soldados rusos –todos muy jóvenes- ya no regresarán al hogar sin saber siquiera por qué matan y por qué mueren. Los ucranianos sí lo saben: por defender la patria.
La opinión mundial ha nivelado a Putin con Hitler. Se podría hacerlo también con otros bárbaros que pueblan la historia de la humanidad, pero el alemán –para vergüenza de los alemanes- sintetiza todo el horror del que un ser humano es capaz. Su sueño imperialista es el mismo que alienta a Putin. Ni Hitler aprendió, ni Putin aprende, que los imperios, aunque sepulten a los pueblos chicos, terminan por desintegrarse sin gloria pero con pena. Están en la gloria por unos años o unos siglos. Pero qué importan los años ni los siglos ante la eternidad. Pronto a Putin –como le sucedió a Bush- se le disiparán sus delirios imperiales. Solo que dejará a sus pasos una desgracia irremediable. Y no hace falta abarcar la totalidad de muertos para dimensionar la tragedia. Basta con ver a un niño en brazos de su madre que intenta salvar al hijo cruzando alambradas.