Con el accidente sufrido por el deudor, un cristiano incapaz de cumplir con su compromiso, el usurero no busca tanto la recuperación de su dinero sino cobrarse la garantía que respaldó el préstamo: una libra de carne, a ser cortada por él mismo lo más cerca del corazón del mercader.
El usurero llevó el caso a la justicia con sus exigencias para hacer cumplir el compromiso. El juez –en realidad, la juez- pide clemencia a Shylock quien contesta: “¿Por qué obligación he de tenerla?”. Y la juez responde: “La cualidad de la clemencia no se obliga: se desprende como la dulce lluvia del cielo sobre el lugar que haya debajo; así es doblemente bendita, bendice al que da y al que recibe…” El usurero nada quiere saber de clemencia: quiere venganza, quiere su libra de carne, busca la humillación y el tormento de su deudor. Exige que se cumpla el acuerdo con la intervención judicial.
La juez le asegura que hará cumplir la ley en todos sus términos. Ante la alegría del usurero, la juez le advierte: “Este documento no te concede aquí ni una pizca de sangre. Las palabras expresas son: una libra de carne. Toma entonces lo debido, toma tu libra de carne, pero al cortarla si viertes una gota de sangre, tus tierras y bienes, por las leyes de Venecia, quedan confiscadas para el Estado de Venecia”.
El teatro y la novela nos han dado de los usureros la imagen de lo que son: personajes siniestros, sin sensibilidad a la hora de exigir el cobro de los altos intereses que suelen ser varias veces superiores al capital. Y allí está la ganancia, el origen e incremento de la riqueza.
Acabamos de escuchar horrorizados los testimonios de las víctimas del feroz usurero, Ramón González Daher, que se valió de jueces y fiscales para dejar en la calle, sin piedad, a quienes se vieron obligados a pedirle un préstamo. Se da el caso de que todos le han devuelto el capital pero ya no pudieron con los intereses que ascendían a más del 200%. Pero esto no es todo. Tenían que pagar intereses sobre los intereses. No tenían escapatoria. Se veían acosados por órdenes judiciales que provenían de la rosca manejada por el entonces titular del Jurado de Enjuiciamiento, Oscar González Daher, hermano de Ramón.
Como en la comedia de Shakespeare, también una mujer hizo cumplir la ley para castigar tantos abusos. Claudia Criscioni, presidenta del tribunal integrada también por las juezas Yolanda Morel y Yolanda Portillo, tuvo a su cargo la lectura de la sentencia que condena a 15 años de penitenciaría a González Daher y a su hijo, Fernando, a cinco años, por los delitos de usura, lavado de dinero y denuncia falsa.
De esta sentencia ejemplar se desprendieron hechos singulares: El tribunal dispuso el comiso de bienes de ambos encausados por 47 millones de dólares; pidió perdón en nombre de la justicia a las víctimas que padecieron los atropellos bajo la mirada complaciente de fiscales y jueces a los cuales –recomienda el tribunal- se los debe investigar para establecer responsabilidades.
Varias empresas fueron a la quiebra –según pudo corroborar el tribunal- porque ya no podían pagar los préstamos usurarios.
El usurero de Shakespeare se quedó sin su ansiada libra de carne. El usurero de Luque, al revés, se relamía cuando abría una ancha herida en el corazón de su víctima.
Para culminar su actuación, González Daher pidió clemencia al tribunal. Una de sus mártires respondió: “Cuando nosotros le hemos pedido, se tapaba los oídos y disponía nuestra ruina”. Se entiende, tenía el apoyo de la justicia.