Ya lo habrán leído en estas columnas queridos lectores, pero no lo digo yo sino Dan Ariely, este profesor israelí de la Universidad de Duke que alcanzó fama mundial estudiando la “economía del comportamiento” y que divulga sus ideas con la facilidad de un coach casi comediante. “Que levante la mano quien nunca dijo una mentira…” es la frase con la que inicia una de sus más célebres charlas en TED.
Al preguntar quiénes controlan sus mensajes mientras manejan o quienes prometieron iniciar la dieta el lunes pasado, en medio de risas del público evidenció que existe un mecanismo cerebral que nos impulsa a un bienestar inmediato con un “umbral” propio tolerable a la deshonestidad de cada quien. Es decir, nos acomodamos dentro de ese nivel de deshonestidad.
Lo que no nos damos cuenta es que cuando justificamos nuestro actuar, los criterios son sumamente laxos y poco exigentes. Si esto fuera de otra manera, pues sencillamente habría mucho menos individuos con problemas de sobrepeso como accidentes de tráfico alrededor de todo el mundo.
Lo mismo pasó con la Senadora Gusinky. Estoy convencido que quien le ofreció el privilegio de la vacuna por fuera de las reglas generales de agendamiento y turnos, le habrá dicho con convicción “todos nomás luego están haciendo así”. No tengo ninguna prueba pero tampoco ninguna duda acerca de que la Senadora es el caso que conocemos y hay otras decenas — quizás cientos — de “excepciones” que o aún no vieron la luz o se perfeccionaron con gran habilidad para evitar ser detectados.
Aclaro a todos los lectores que esto no quita lo reprochable del acto como tampoco las consecuencias que a cualquier ciudadano que quebranta una norma le debe tocar en suerte.
Lo que debemos asumir no con resignación sino con mucho interés de investigación y superación es que todo lo que hemos hecho hasta ahora para combatir la deshonestidad — y por ende la corrupción — ha sido insuficiente, ineficiente o inocuo. O quizás las tres cosas juntas.
Hace ocho años iniciaba las charlas sobre Economía Subterránea diciendo que “la corrupción es intolerable”. Hoy ya me da vergüenza decir algo tan obvio como verificable pero tan aparentemente insalubremente presentado como una “afrenta social”, “descarado vicio humano” y cualquier otro epíteto que tan deplorable actitud merece.
Luego de ocho años intento comprender a los neurocientíficos que intentan explicar que no tendremos ningún éxito con los tradicionales castigos para revertir esta situación. Debemos usar más tecnología y tenemos que ser más creativos, como lo proponen Ariely y antes lo hicieron Kanneman luego Thaler, Duflo y otros grandes nombres de la Academia.
Solo tres ideas para intentar un aporte en tan catastrófica situación de “falta de valores” etc., etc., etc.:
1. El ser humano hará trampa siempre. Está en sus genes e instinto de supervivencia. Podemos evitarlo con reglas que pueden ayudar mejorar esa actitud a través de la repetición. Por ejemplo poner cámaras en todos los recintos públicos o en la misma empresa privada. Si sé que estoy siendo observado, puedo mejorar mi conducta (para los Orwellianos, dejaremos este tema para debatirlo a futuro).
2. La gente escoge ver una realidad conforme a sus gustos, no conforme a una regla racional objetiva. Cuando termina el clásico del fútbol por ejemplo, ambas facciones de hinchas vieron partidos totalmente diferentes. No importa cuál sea el club. Incluso otro deporte. Este es un ejercicio de verificación empírica ejecutable por cualquiera de ustedes queridos lectores.
3. Hay que “pensar lento”, vivir el ahora de una manera mucho más consciente. En el futuro todos nos vemos diferentes. Nos vemos geniales. Seremos más flacos, honestos, mejores conductores, mejores profesionales y funcionarios. Con esa promesa cada día que pasa hemos violado nuestros propios “umbrales” de tolerancia a la deshonestidad. Ariely propone llenar de carteles todos los espacios donde desarrollamos una convivencia para recordarnos como debemos comportarnos. Esto es barato y realizable.
Un viejo amigo me decía que en las tablas de los diez mandamientos, había un undécimo que estaba escrito atrás de una de ellas y con letras pequeñas. “Si te descubren quebrantando alguna de las diez reglas anteriores, estás acabado”. Algunas sociedades como la japonesa, comprendieron esto y practican el harakiri, por aquí aún no intentamos ni cortarnos las uñas.
En fin, no abordaremos aún el drama de una justicia venal. Merece capítulo aparte. Pero en la medida que las conductas que desaprobamos sean al menos públicamente reprochadas, les aseguro que estaremos construyendo un espacio donde, al menos, mucha gente al ser deshonesta se sonroje. Y al menos empezaremos a diferenciar el amplio trecho del umbral que existe entre no empezar una dieta y el usar influencias para privilegiarse con una vacuna contra una enfermedad mortal… lo segundo no “todo el mundo lo hace”…