¿Quién perdió el juicio?

La situación se repite una y otra vez: un encumbrado personaje acusado de corrupción, tras una interminable sucesión de dilaciones procesales se llega al juicio y, casi sin excepción, las penas resultan irrisorias. Sin embargo, este no es el desenlace sino que, ante la andanada de críticas y enojos por las sentencias, los jueces culpan a los fiscales y los fiscales a los jueces.

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Más allá del infantilismo de echar toda la culpa a otros por hechos en los que tanto fiscales como jueces son actores protagónicos, el propio sistema de justicia se encarga de denigrarse a sí mismo, dejando en evidencia que los jueces no confían en los fiscales y los fiscales no confían en los jueces, porque se consideran los unos a los otros incompetentes, corruptos o ambas cosas.

Como nadie conoce mejor a los jueces que los fiscales y nadie conoce mejor a los fiscales que los jueces, con toda lógica, la conclusión a la que llega el ciudadano promedio es que jueces y fiscales mienten cuando hablan de sí mismos, pero dicen la verdad cuando hablan de sus contrapartes y, en consecuencia, el sistema judicial se ha convertido en la institución más desprestigiada de nuestro país.

Como si no fuera suficiente tener a un ex Fiscal General del Estado, a más de un exministro de la Corte Suprema de Justicia y a una variedad de exintegrantes del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados sometidos a procesos por corrupción, enriquecimiento ilícito y lavado de dinero, los primeros en poner en duda la capacidad y la honorabilidad del sistema de justicia son sus propios integrantes.

De todas formas, señores magistrados y señores fiscales, la realidad es una vez que una sentencia irrisoria blanqueó un delito público y notorio, en términos del resultado, todos tienen responsabilidad y no es lo más importante determinar quiénes tienen más y quiénes menos culpas, sino reconocer que el sistema de justicia contribuyó activamente a instaurar el reino de la impunidad; es decir que hizo todo lo contrario de lo que es su obligación: en lugar de perseguir el delito, promoverlo.

La consecuencia de este despropósito es que, hoy por hoy, ningún veredicto de nuestra justicia, ya sea condena o absolución, resulta confiable. De hecho, ante cada decisión de la justicia, todo el mundo se pregunta cuáles son los verdaderos motivos ocultos, vinculados a dinero o a poder, de las diligencias fiscales y las decisiones de los magistrados… Haciendo uso del juego de palabras del Colegio de Abogados, todo fallo falla.

El ciudadano promedio no solo no confía en la justicia, sino que la teme y con muy buenas razones cuando se encuentra con, por poner un ejemplo reciente, el ejército de fiscales y jueces que colaboraban activamente con González Daher que, además de practicar la usura, maniobraba judicialmente para apropiarse también de las garantías, una vez cobradas las deudas.

¿Si a los policías que cometen delitos se les ha dado en llamar “polibandis”, cómo tendríamos que denominar a esos fiscales y jueces que en lugar de buscar justicia colaboran abiertamente con actividades delictivas, quizás “matones fiscales” o “sicarios judiciales”?

Hay además en el merecido desprestigio de la justicia una semilla de explosiva destrucción social, porque promueve activamente que los delincuentes de guante blanco se apoderen de cada vez más espacios de poder y, cuando esto ocurre, los otros pillos, los de pistola al cinto, se apoderan de las calles… parece que quien perdió el juicio (en ambos sentidos) es el sistema de justicia.

rolandoniella@abc.com.py

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