No se trata de unas semanas excepcionalmente conflictivas ni mucho menos. Aun durante las fases más duras de la cuarentena las protestas sectoriales disminuyeron pero no desaparecieron, ya antes de la crisis sanitaria eran el pan de cada día. A lo largo y lo ancho de toda nuestra geografía, el país vive en una especie de interminable sucesión de conflictos sin resolver.
No se trata aquí de discutir cuales de los reclamos son justos y razonables y cuales otros no lo son (hay muchos de los unos y de los otros); sino de analizar un fenómeno de manera más holística, más amplia, más comprensiva del fenómeno. Lo primero que aparece como obvio en tal análisis es un factor común: los reclamos son reiterativos, protagonizados por los mismos actores reclamando las mismas cosas y quejándose de los mismos problemas.
Es obvio que la repetición interminable de los mismos reclamos por los mismos sectores implica que el conflicto nunca se resolvió satisfactoriamente; y es aquí donde aparece otra reiteración frecuente. En la mayoría de las entrevistas a los portavoces de quienes están tomando medidas de fuerza para apoyar sus reclamos aparecen dos frases iluminadoras: “Recurrimos a todas las instancias y nadie vino a hablar con nosotros” y “El gobierno no cumplió las promesas que hizo”.
A partir de estos datos se puede construir el escenario más probable de la gestión de conflictos: gran parte de esos reclamos no fueron atendidos por la vía institucional, en consecuencia los sectores afectados se sintieron autorizados a utilizar medidas de presión. A partir de aquí el escenario se divide en dos: por un lado, aquellos que no tuvieron suficiente capacidad de movilización siguieron sin ser escuchados y, predeciblemente, volverán a movilizarse una y otra vez hasta lograrlo; en contrapartida, otros pudieron hacer suficiente ruido y crear suficiente presión para ser atendidos.
Ya tenemos a un sector cuyos reclamos no son escuchados volviendo a intentarlo cada cierto tiempo. La otra cara de la moneda está constituida por quienes llegaron a la mesa de negociación y consiguieron que el Gobierno terminara por conceder al menos una parte significativa de sus demandas. La fórmula habitual en estos casos es dar algo de inmediato, para calmar los ánimos, y prometer el grueso de lo acordado para dentro de un tiempo prudencial.
Si hemos de creer a los portavoces de las medidas de fuerza, pasado ese tiempo prudencial, el gobierno no cumplió con lo convenido, en ocasiones porque no quiso, en ocasiones porque no pudo y otras veces porque, con tal de aliviar la situación inmediata, hicieron promesas que sabían que no cumplirían… Pero las negociaciones no son elecciones en las que, si cuelas la mentira, te eligen y ya no hay marcha atrás; un compromiso de negociación incumplido lo que hace es minar la confianza, enojar a la contraparte y hacer más drásticas las medidas de fuerza del futuro.
Ahora ya tenemos a los dos sectores, tanto los que fueron escuchados como los que no, preparados para tomar medidas de fuerza cada vez más radicales. Esto es un sistema de gestión de conflictos que, en lugar de solucionarlos, sistemáticamente los prolonga y los agrava. La incesante y creciente multitud de demandas callejeras consume la paciencia de los ciudadanos y amenaza la cohesión del tejido social.
Para terminar de complicar las cosas, se instala la convicción de que el Gobierno no cede a la razón ni a la justicia de las demandas, sino a la fuerza y el poder de presionar de los sectores que las plantean, de manera que son, con mayor frecuencia, los oportunistas con capacidad de “apretar” al Gobierno con su capacidad de movilización quienes obtienen privilegios y no los que realmente tienen reclamos razonables y legítimos los que obtienen justicia.