El antiguo mito de los dictadores honestos

La propaganda que acompaña a todo dictador es la de ser un gobernante probo, honesto y patriota. Si es militar, invariablemente se nos presenta como pundonoroso, austero y nacionalista. Estas virtudes sirven, desde luego, para que a su sombra se cometan las más escandalosas rapiñas. Sin salir de nuestro continente, pensemos en Trujillo, Duvalier, los Somoza, Noriega, Pinochet, Stroessner, y todos los demás "pundonorosos".

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El pasado día 10, fueron detenidos y procesados en Chile la esposa del ex dictador Augusto Pinochet y su hijo Marco Antonio, acusados de complicidad en delitos tributarios. El juez, Sergio Muñoz, investiga las cuentas que alcanzan 17 millones de dólares, aunque otros cálculos elevan la fortuna de Pinochet entre 40 y 100 millones de dólares. Es posible que la última cifra sea la más cercana a la realidad, teniendo en cuenta -en contextos políticos idénticos- que a la caída de Stroessner, en 1989, en la cuenta de uno de sus colaboradores, Alejandro Cáceres Almada, se encontró la suma de 40 millones de dólares. Fue en el Banco Alemán.

El mito de la honestidad de Pinochet comenzó a derrumbarse cuando el juez español, Baltasar Garzón, dictó en 1998 una orden internacional de embargo de bienes y cuentas de Pinochet. Fue tres días después de que el ex dictador quedara detenido en Londres, también por disposición de Garzón, que lo investigaba por terrorismo, tortura y genocidio.

La orden de embargo sirvió para que el senador demócrata de Michigan, Carl Levin, miembro del subcomité de investigaciones del Senado de los Estados Unidos, revelara a la prensa, el pasado mes de marzo, las 125 cuentas secretas de Pinochet en los bancos norteamericanos. "Algunos bancos -dijo el senador- ayudaron a Pinochet a ocultar sus fondos; otros fueron incapaces de cumplir las exigencias legales por las cuales en Estados Unidos los bancos tienen que conocer a sus clientes".

Ante la detención de su esposa y de su hijo, Pinochet dijo: "Asumo toda la responsabilidad por los hechos que investiga el señor Muñoz y niego toda participación que en ellos pueda corresponder a mi cónyuge, mis hijos...".

Sin embargo, a mediados de los noventa, en plena tarea para edificar una red de cuentas secretas, a una pregunta periodística respondió que era su esposa la que administraba su economía. "La señora Lucía es la que maneja los fondos, la que recibe la plata; ella compra y paga con lo que yo le entrego". Y habló de ahorrar su platita ganada como profesor en la academia militar en Ecuador con la que había adquirido una casa.

En el caso de Stroessner, es posible que ya nunca sepamos cuánta platita llegó a ahorrar. Y sigue ahorrando, porque esa red de impunidad levantada a su alrededor hace que el pueblo pague sus cuentas. Nos referimos a sus víctimas, las que tienen el derecho de cobrar la indemnización conforme a sus inmerecidos padecimientos. Pero en vez de que la justicia le despoje de sus riquezas malhabidas para abonar por su barbarie, se le carga al Estado esa responsabilidad, que es un absurdo. ¿Por qué el pueblo tiene que pagar por los delitos cometidos en su nombre y en su contra? Es la misma situación irracional instalada por la justicia suiza en el caso de Gramont Berres.

Tal vez Stroessner ya nada o muy poco tenga a su nombre. Pero con una investigación como la de los jueces Garzón y Muñoz, entendemos que fácilmente se le podría descubrir, como a Pinochet, los laberintos de sus robos.

Por falta en nuestro país de una acción judicial semejante a la de Chile, los stronistas se envalentonan presentando al ex dictador como el arquitecto de un pasado de gloria. Pero no perdamos la esperanza de que alguna vez se investigue el origen de su fortuna y el de todos sus allegados. El ejemplo chileno alienta a esperar ese día. Solo entonces sus víctimas descansarán en paz y la honestidad dormirá tranquila.


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