La condena ya será dictada, en minutos. Los billetes de nada me servirán porque las pruebas de intento de soborno son contundentes y el ojo de la prensa no parpadeará en estos momentos de tensión. De nuevo, un palpitar acelerado se apoderaba de mí como las veces en que mis errores casi tomaban forma de graves consecuencias, a lo largo de todos mis años de injurias y mentiras hacia todo lo que me rodeaba.
El ritmo de mi corazón se parecía al de hace unos 30 años, cuando aquel copiatín me ayudó en el examen. Supongo que, en ese caso, las emociones de culpa a causa de mis acciones se desvanecieron rápidamente al ver que a mis compañeros no les importaba lo que hacía, con tal de remediar mi falta de estudio. Esos retazos de papel ocultos en el diccionario, en el borrador, en las mangas y hasta en las curitas, siempre se escondían en el momento exacto, antes de ser descubiertos.
El latir de un desesperado, sin rumbo ni camino por delante, me llevaba más lejos en el sendero de recuerdos hacia el inicio de mis fallas. Tucum... tucum... tucum..., el corazón llega a un éxtasis inesperado al recorrer el momento de uno de mis primeros errores. Ese casete de polystation, que agarré cuando nadie me vió, pudo ser la causa del inicio de mis desgracias, aunque yo solo era un niño cuando eso, un mita'i confundido porque vió una sonrisa de burla en el rostro de su padre, cuando este notó que su pequeño Isaías robó algo que se habían negado a comprarle.
No sé si esos pequeños detalles, hurtos, mentirillas y lágrimas de cocodrilo en mi infancia y juventud me hayan marcado y maldecido tanto como lo hizo esa noche de farra de la que volvía conduciendo, después de unos tragos no muy controlados. No sé ni cuando ni como, pero unos metros después del hecho me detuve y mi corazón se aceleró. Atropellé a alguien. En esas condiciones de noche oscura, me tragué la excusa de que no era mi culpa lo sucedido, sino de la poca iluminación, así que continué mi camino.
¡Qué vacío debe estar el corazón del hombre que pierde todo sentido de compasión! Luego de la trágica noche, esos palpitares acelerados fueron congelados por una misteriosa insensibilidad, la que era parte normal de mi día a día de empresario y, actualmente, gobernador departamental.
Vacíos ocultos no se llenarían con comida, con dinero ni con noches de bebidas, pero no me quedaba más que esas cosas banales antes de convertirme en el “kelembu” de mi grupo político. Mi mayor error consistió en no contar que las balas perdidas, como las que solía disparar en año nuevo, siempre vuelven a caer en distintas formas.
La pena se dictó antes que la jueza suelte palabras de su boca. Mi corazón, ya destrozado por una vida sin cuidados ni esperanza, no resistió en la sala de la corte. La sentencia divina se adelantó a la terrenal. "Murió de un paro cardíaco", dijo el doctor, luego de que mi cuerpo inerte llegó al hospital.
Por Eliseo Báez (17 años)