Partamos de la base que el principio de publicidad se proyecta a la actividad de todas las autoridades estatales. Todas las autoridades, todos los poderes sin excepción se hallan sujetas a este control, que requiere inexcusablemente de la más amplia publicidad de todas sus actuaciones. Los gobernantes capaces, expresó Jeremy Bentham (Tácticas parlamentarias), se guían por ella; los prudentes la respetan; los insensatos la desdeñan.
Con el constitucionalismo y el establecimiento del estado de derecho, el secreto y el desconocimiento por parte de los gobernados de los asuntos públicos deja paso al principio de la publicidad como exigencia forzosa para el debate democrático que exige la formación de la voluntad general. Es que la publicidad entendida como transparencia de la acción del gobierno es un elemento esencial de la democracia.
La pauta fundamental para garantizar la recta y libre formación de la voluntad del Congreso es, sin duda, la máxima publicidad de sus actos compatible con la eficacia. Es claro que la publicidad en los debates parlamentarios suministra información a los electores, por tanto confianza en sus representantes que adoptan decisiones por ellos y hacen las leyes que regulan su vida y sus relaciones en sociedad.
Ciertamente, en un estado de derecho la discusión pública es la fase previa y necesaria para la adopción de decisiones democráticas que son las que certifican la voluntad política por lo que ha de existir publicidad, transparencia y conocimiento de las actuaciones públicas para así vigilar que los poderes públicos procedan con sometimiento al imperio de la ley. Solo en la sociedad civil y/o en las relaciones entre privados rige el secreto en ocasiones y en otras la publicidad.
Y viene al caso lo expuesto ante la porfiada y hasta si se quiere obstinada posición de los miembros de la Comisión de investigación del Congreso, bien tachada de “comisión garrote”, por el objetivo de esa y el secretismo que propalan sus no muy destacados miembros quienes rechazan la vigilancia pública de sus actuaciones y propalan el misterio de estas logrando el aumento de la desconfianza y la errante sospecha del pueblo hacia los mismos. Se comprende muy bien, esa actitud pues sin publicidad difícilmente podía conformarse una opinión pública, que está llamada a adquirir un protagonismo determinante.
Las restricciones impolíticas impuestas por la tal mentada comisión que endiabla la lógica del misterio que comparten no tienen otra que la de obstaculizar la difusión de su actuación privando de los medios para formarse juicios correctos resultando un abuso de confianza y una violación de sus deberes para con la ciudadanía cuando que es claro que la publicidad, el control del “tribunal de la opinión pública”, que es de obviedad dicha comisión la condena, en los debates parlamentarios proporciona información sobre asuntos de relevancia a los electores amén de ser un elemento decisivo en el control del poder.
Deben entender quienes integran esa comisión que la publicidad se proyecta a la actividad de todas las autoridades estatales y que la admisión del público en las sesiones es un punto importantísimo, en cuanto que la misma es un factor que infunde confianza. Son las únicas fórmulas idóneas de aplacar el abuso del poder, un principio de la ordenación jurídica y que el ocultar al público la conducta de sus mandatarios es agregar la inconsecuencia a la prevaricación como que el misterio y a la ocultación son propios del sistema absolutista. La más completa publicidad ha de acompañar cada acto de las sesiones de esta comisión que debe dejar de lado el secreto, la arbitrariedad y –por qué no– la coacción. Su proceder debe ser visiblemente expuesto a los ciudadanos. Es que todas las autoridades se hallan sujetas a este control, que requiere inexcusablemente de la más amplia publicidad de todas sus actuaciones.
Ya Bentham (Tácticas parlamentarias) lo había expuesto con toda claridad cuando decía que “en un pueblo que haya tenido asambleas públicas por mucho tiempo, habrá llegado el espíritu público a una altura más elevada; serán más comunes las sanas ideas, e impugnadas públicamente las preocupaciones nocivas, no por retóricos, sino por estadistas, tendrán menos predominio”.